Sobre música, vereda y sillones 

«Cuando comencé a planificar el contenido de este libro, una de las primeras obsesiones que se me plantearon fue la de incorporar la opinión de alguien muy especial y que a la vez hubiera tenido un testimonio directo con la historia de los Redondos. Las opciones eran muchas pero no me interesaba ningún tipo de visión o planteo que pasara por lo musical, lo sociológico o la intimidad de la banda. Que Vera Land haya aceptado el convite fue una alegría y un lujo; durante años fue junto a Enrique Symns la encargada de guiar ese «barco de ebrios» que fue la «CERDOS & PECES», además de ser un personaje importante de esa irrepetible y tribal movida contracultural (por tratar de clasificarla de alguna manera) porteña de fines de los ochenta. Exquisita y personal como escritora y periodista, bella y seductora como mujer, su escrito nos remite a distintos momentos y vivencias donde lo íntimo se mezcla con lo urbano, y lo único que parece persistir es la música… ¡ladren lo que ladren los demás!» Marcelo Gobello.

Autor: Texto de Vera Land para el libro «Banderas en tu corazón», de Marcelo Gobello, publicado en 2008

Escuchar tu música es puro placer, quizás componerla genere ansiedad y dolor, no lo sé, pero oír tu música no tiene sufrimiento ni requiere de esfuerzo, sólo tenerla y colocarla en el aparato adecuado. Esta actividad, aparentemente pasiva, necesariamente debe poseer un contenido peligroso y libertario para que alrededor de quienes eligen compenetrarse en ese mundo se erija una potente hostilidad que, según los tiempos, se manifiesta de diferentes formas.

Tu música es un inyección de identidad y a partir de ese sonido se construye una forma de vida, una resistencia y una utopía.

Ese estímulo muta con el tiempo, a veces no queremos volver a oír una canción porque nos recuerda un tiempo perdido, a veces una melodía que amábamos se torna insoportable -no por lo que esa melodía tiene sino por lo que ella carga de nosotros, por lo que éramos cuando la elegimos y ya no somos-. Otras veces una antigua canción nos devuelve el olor o el recuerdo olvidado, despertando una zona muerta de ese Frankestein que fuimos construyendo con los pequeños cadáveres de nuestras ilusiones truncas.

Oír música es hedonista. Es, sin duda, lo único que querés hacer cuando tenés trece o catorce años y la vida es una promesa rota susurrada en estéreo por ángeles que agitan sus alas acrílicas sobre tu lisérgica percepción atormentada.

En mi barrio en 1979, mis amigos y yo nos trasladábamos de una casa a otra, queríamos estar en el lugar donde tuviéramos más discos, donde el volumen pudiera colocarse a tope; y en lo posible los padres no estuvieran o estuvieran lejos. Nos gustaba apagar las luces, fumar, tirarnos sobre la alfombra y poner ciertos temas que nos hacían volar. Podés contar tu vida a través de la música. En esas veredas que transitábamos con zapatillas All Star Converse sucias -la policía de uniforme o de civil- nos detenía, nos separaba y nos interrogaba. Para nosotros era natural, antes de dejar una casa, ponernos de acuerdo en las respuestas: de dónde veníamos, a dónde íbamos, cuál era el nombre y apellido de cada una de las personas que integraban el grupo, los domicilios, la forma en la que nos habíamos conocido y, súper importante, que los datos coincidieran con los textos de los documentos. Habíamos aprendido, en la calle, que teníamos que contestar esos interrogatorios para poder llegar a destino. Nosotros no nos preguntábamos por qué eran importantes esas respuestas, hay un tiempo en la vida en que uno está haciéndose las grandes preguntas y lo cotidiano siplemente sucede. Quiero dejar flotando esa imagen de un grupo de adolescentes yendo de una casa a otra, con discos de vinilo bajo el brazo, siendo detenidos e interrogados bajo sospecha de conformar una célula terrorista.

Una noche de 1984, dando vueltas con Perla, sin rumbo, por callejuelas empedradas de San Telmo, pasamos delante de un bar donde una banda estaba sonando. Decidimos entrar (no sé qué lugar era, probablemente El Depósito) y esa música nos produjo un efecto magnético muy poderoso. El tipo que hacía movimientos como si cortara bloques de materia invisible mientras cantaba, despertó curiosidad en mí; era raro y sin embargo no tenía nada de raro: no estaba rapado, no tenía el pelo verde, no se estremecía como electrificado, no estaba travestido ni se había puesto tetas, llevaba simplemente una camisa y un pantalón, pero algo en él resultaba raro y atractivo.

Que yo me sentara y pusiera atención al show no era lo más usual, porque siempre estaba bailando, pero aún más estrambótico era que Perla se quedara inmóvil (ella siempre estaba arriba de una mesa sacudiendo sus bucles), nos fuimos sin preguntar el nombre de la banda, pero al poco tiempo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, comenzó a tocar asiduamente en los bares que conformaban nuestro mapa nocturno. A mediados de los ochenta los Redondos actuaban para un público muy glamoroso, que los elegía por la energía fiestera que se generaba en los pequeños eventos, y por las letras sofisticadas, irónicas, llenas de guiños para empedernidos lectores y comiqueros. Pero ellos ya traían su gente de la «primera época», una pandilla intelectual y margineta cargada de personajes platenses y porteños que habían ido sumando mística a la formación.

Cuando llegaron los Redondos ya éramos unos irremediables escépticos, individualistas, ególatras, y la lealtada duraba el tiempo que el perfume ajeno tardaba en irse del cuerpo, el amor permanecía hasta la siguiente ducha. Nadie tenía cajas de condones, no había que ser fiel ni llegar a horario. Éramos ambigüos, egoístas, no planeábamos el futuro y no estábamos dispuestos a perder ni un segundo de nuestro valioso tiempo. No intenábamos tener un oficio ni estudiar. Teníamos una actitud urgente: divertirnos.

El combustible era la ginebra, la seducción y las palabras de Artaud. Podíamos dormir en las escaleras del edificio del amante-obsesión que estaba en otro departamento, en otra cama, y todavía llevaba puesto nuestro olor. Comprábamos ropa vieja en la galería Quinta Avenida y una red de departamentos con vistas espectaculares y alfombras mullidas, más unas cuántas baticuevas húmedas conformaban nuestros hogares nómadas y efímeros. El fondo era la música, mucha música Redonda. Para cuando llegaron los Redondos nosotros todavía éramos jóvenes pero ellos ya no lo eran tanto.

Cuando este fin de semana detuve el zapping, anonadada, una y otra vez, ante la imagen de la policía disparando directamente hacia los chicos, desde mi cómodo sillón me pareció una locura, pero al rato me acordé de las veredas de mi adolescencia. Así es la juventud, corrés hacia tu música aunque una bala viaje hacia vos. Esos chicos que arriesgan su integridad para entrar a un estadio en los que los primeros acordes de su banda preferida comienzan a sonar no son héroes ni mártires, más bien se parecen a mis amigos y yo caminando por las veredas del Proceso. No son peligrosos, no están organizados , solamente están resistiéndose a abandonar sus utopías para no dedicarse a analizar los fenómenos sentados en sillones mirando televisión.


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