Durante 23 años fue el líder de la banda más exitosa del rock argentino y guía espiritual de toda una generación de jóvenes que convirtieron las frases de sus canciones en eslóganes y graffitti. El lujo es vulgaridad, Todo preso es político. El autor de estas líneas, Carlos “El Indio” Solari, el “jefe” de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota ha vuelto con un disco en solitario. Fiel al estilo de su antigua banda se ha negado a aparecer en público. Esta entrevista es una de sus extrañas apariciones.
Autor: Revista Gartopardo (Colombia). Número 54, febrero de 2005. Por Maximiliano Tomas.

La primera vez que sonó el teléfono, la voz del otro lado de la línea se presentó así: “Soy el manager del Indio. Te va a dar la entrevista”. Después, tan repentina como había aparecido, prometió un nuevo llamado y cortó. Exactamente una semana después, el teléfono volvió a sonar. – Anotá –dijo la misma voz, y soltó una dirección en la zona Oeste del Gran Buenos Aires, las afueras de la ciudad: la dirección de una estación de carga de combustible Shell–. Tenés que estar ahí el jueves que viene, a las nueve de la mañana. Va a pasar a buscarte una camioneta Land Rover blanca, o un Ford Mondeo. El contacto se llama Martín. Entonces, la voz desapareció, esta vez para no volver. Valga la aclaración: ¿este no es un reportaje a una estrella de rock? Y la respuesta: sí, pero no se trata de cualquier estrella. Carlos “El Indio” Solari es la más importante, y la más extraña, personalidad del rock que tiene la Argentina. Uno de los músicos más famosos –y menos público– del país. Solari (poeta, compositor, cantante, 56 años) vive, desde hace una década, recluido en su casa, al mejor estilo J.D. Salinger. Hace cuatro que no habla con la prensa, y sólo da entrevistas a un puñado de medios cada vez que le toca presentar un nuevo álbum. Para ser gráficos: es más probable que un periodista logre acceder antes a una entrevista con el Presidente de la Nación que con este esquivo personaje del rock, que lideró, por treinta años, el grupo musical más popular de todos los tiempos: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
Los Redondos –así se conoce a la banda popularmente– se separaron a mediados del 2001: lo hicieron en silencio, sin peleas, ni escándalos, ni anuncios de ningún tipo. Un día el rumor comenzó a circular, y sus millones de seguidores quedaron huérfanos de rock. Pero ahora, Solari acaba de lanzar su primer disco solista, “El tesoro de los inocentes (bingo fuel)”, y la expectativa es inmensa. El disco –una producción independiente, fiel al estilo de Los Redondos, que fabricaban y distribuían cada uno de sus discos– salió a la calle el 3 de diciembre y, sin ningún tipo de publicidad, ya superó las 150 mil placas vendidas; una cifra inusual en un país donde la piratería es moneda corriente y la mitad de la población vive por debajo de la línea de la pobreza.
Para llegar hasta aquí, como se dijo, hubo que atravesar un tejido de seguridad que envidiarían incluso líderes políticos de primera línea. Todos conocen el celo de Solari (si bien hasta hoy siempre había rehusado ser fotografiado debajo del escenario, su figura es tan conocida que para ir al cine se escapa a Uruguay, y para caminar tranquilo por la calle, o ir de compras, viaja a Nueva York), así que la tarea fue larga. Primero, conseguir una dirección; luego, un teléfono (El Indio, claro, no figura en listados públicos de teléfono ni nada parecido), dejar un mensaje, esperar. Y aquí estamos, a las 9 de la mañana en la estación de carga Shell. La camioneta blanca llega puntual. Martín invita a subirse con algunos gestos, y pocas palabras. Segundos después, el vehículo corcovea por un barrio de quintas. Después, toma curvas por calles de tierra sin numerar. El viaje dura unos diez minutos, hasta llegar a un portón de hierro negro.
Casi nada se sabe de la vida privada de Solari. Sé que su sobrenombre data de la década del sesenta, cuando era hippie y en lugar de calva llevaba el pelo largo; me enteré también, pese a lo que muchos piensan, que es hincha del equipo de fútbol más popular de la Argentina, Boca Juniors. Y que ama los perros. Aunque esto último quizá se deba más a una obsesión por preservar (en la era de la información) su intimidad; obsesión que linda con la fobia, como se verá. Solari conserva una vieja escopeta calibre 12.70. ¿Un rocker que maneja armas? “He visto muchas cosas, en distintas épocas. Todavía llevo grabada la mirada del primer animal que maté. En ese tiempo, el uso de armas era algo común. Si tu hermano y tu papá iban de caza, vos ibas con ellos. Aunque matar a alguien debe ser como cruzar una frontera extraña. No estoy a favor, pero del ligustro para acá, que nadie venga a romperme los huevos. Cuando está en juego la gente que quiero, no sé que soy capaz de hacer”, declaró en una entrevista, antes de llamarse a silencio. Poco tiempo después su pareja –Virginia, una mujer delgada y morena diez años menor que él– quedó embarazada del primer y único hijo de Solari, Bruno, hoy de cuatro años. A él responde al menos una parte del título del disco del Indio. “Bingo fuel era el término que usaban los pilotos de la Segunda Guerra Mundial cuando en pleno vuelo la aguja indicaba que no tenían más combustible. Algo así como ‘sigamos adelante con lo que tenemos’. Con respecto a mi hijo, he descubierto una inocencia primitiva, algo que pensé que ya no existía. En ese sentido, para mí, el asunto hoy tiene una contradicción básica: cómo criar un angelito que tiene que sobrevivir en una jungla asesina. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Le enseñás a defenderse o tratás de transmitirle otras cosas? Uno quiere que sobreviva, pero no que se transforme en una persona horrible”, explicará. Pero eso será dentro de unos minutos, no nos adelantemos.
Confirmado: en su casa hay perros, y son siete. Un segundo después de atravesar el doble portón automático de hierro, Martín recomienda no descender del vehículo hasta que al menos dos de los pastores alemanes (Saturno y Villano, se advierte que son feroces) sean encerrados. El asistente nos guía por un camino que atraviesa un parque, rodea la construcción principal y termina en otra casa, donde El Indio tiene su estudio de grabación y su oficina. Todo rezuma confort, pero en este antiguo casco de estancia no hay lujos. Algo esperable del músico que escribió en 1991, cuando la ostentación se convertía en el modus vivendi de la floreciente cultura menemista, una de sus recordadas frases-slogan: “El lujo es vulgaridad”. La oficina donde se realizará la entrevista es una suerte de playroom donde El Indio da rienda suelta a su hedonismo: allí trabaja, pero también lee, escucha música, escribe, compone, y controla los movimientos de la casa. De un ángulo del techo cuelga un monitor que transmite por circuito cerrado lo que cuatro cámaras de seguridad registran a toda hora. Un pequeño refrigerador, un equipo de audio casero, pilas de cds, una mesa, un escritorio, una notebook y una nutrida biblioteca (libros de Kurt Vonnegut, Norman Mailer, Boris Vian, Ernest Hemingway, Truman Capote, muchos cómics y hasta el ensayo “No logo”, de Naomi Klein) completan el paisaje vedado por siempre a las cámaras de cualquier reportero gráfico.
Finalmente aparece. El Indio viste camisa celeste, pantalón cargo Reebok, zapatillas de cuero Camper. Aunque su figura arriba del escenario lo desmienta, mide un metro setenta. Lleva gafas oscuras, como casi siempre, aunque sean las nueve de la mañana y estemos en un recinto cerrado. A los pocos minutos de la charla notará este detalle, y como si se sorprendiera, los dejará a un costado. Tiene la voz gruesa, bien distinta a los agudos (”voz de frenada de automóvil”, la definió él alguna vez) que están registrados en sus discos. La inteligencia y la cultura de este hombre son proverbiales -en las entrevistas suele hablar más de política que de música-, pero desconocía su amabilidad. Ofrece café, se sienta, confiesa ser un “fundamentalista del aire acondicionado” y, con el control remoto en la mano, aumenta el nivel del split. Advierte: “No es que me incomode la calidad del cariño del público. Lo que me molesta es la cantidad. Si voy a un hospital a internar a mi madre, antes tengo que firmar treinta autógrafos. Es muy difícil que la gente te transforme en una especie de muñeco diseñado por su necesidad. Se hace difícil tener nuevas relaciones cuando te ponen en el lugar del icono. Esa imagen es muy fuerte, y sospecho que la gente a veces prefiere que uno sea así, ése monstruo, porque ése es el atractivo. Entonces, sólo pueden quedar los amigos de siempre. Está bien, además, soy un poco fóbico. De la única manera en que puedo participar de un hecho multitudinario es si estoy arriba de un escenario. Yo me formé en los 70, años en que era conveniente la clandestinidad. Es por eso que cuando siento que la gente me vigila me da escozor. Pero bueno, tengo claro que el precio de la libertad es la soledad”. Hay tanto por saber: ¿cómo llegó a liderar la banda de rock nacional más popular de todos los tiempos? ¿Cómo es que su rostro adorna afiches y remeras y alcanzó, en la Argentina, una dimensión mítica similar a la del “Che” Guevara? ¿Por qué sus composiciones se convirtieron, con los años, en consignas (”Violencia es mentir”, “Todo preso es político”, “El futuro llegó, hace rato”) recogidas tanto en banderas como en graffitis callejeros?
Las respuestas son parte de una crónica apasionante, que corre paralela a los últimos treinta convulsionados años de vida de la Argentina. La historia de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota comenzó en 1978, aunque algunos de sus integrantes se conocían desde antes. Skay Beilinson, el guitarrista, había estado en París durante los sucesos de mayo de 1968. De regreso en Buenos Aires se encontró con quien sería la manager de la banda, y su pareja: Carmen Castro, alias La Negra “Poly”. Por esos años los dos conocieron al Indio, que había filmado un cortometraje con Guillermo, el hermano mayor de Skay. Ellos tres participaron, a mediados de los ’70, en un grupo multiartístico llamado “La Cofradía de la Flor Solar”, germen de lo que más tarde sería Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. El extraño nombre surgió a poco del primer recital: el nombre de fantasía Patricio Rey aludía a una entidad metafísica que se materializaba cada vez que el mismo grupo humano se juntaba. Los redonditos de ricota (buñuelos de queso frito) se repartían durante las primeras presentaciones del grupo, que incluían monólogos disparatados, recitados de poseía y stripteases. Todo un desafío a la autoridad, una resistencia intolerable en los oscuros años de la dictadura militar argentina, donde llevar el pelo largo, o hablar de ciertas cosas podían significar perder la vida.
Con el paso del tiempo, los Redondos se abocaron estrictamente a su veta musical, y ya para el regreso de la democracia, en 1983, eran un referente ineludible de la escena underground argentina. El Indio sorprendía a los seguidores del grupo con sus letras (crónicas sociales de alto contenido simbólico) y la banda los sacudía con un rock ecléctico, inclasificable. Los Redondos llegaron al lugar donde la devoción de su público los cristalizó siguiendo una conducta que hoy es ejemplo para los más jóvenes: jamás firmaron un contrato con una discográfica, nunca pisaron un estudio de televisión, hasta bien entrada la década del noventa no publicitaban sus discos ni sus recitales (la publicidad se hacía espontáneamente, boca a boca), no se fotografiaron nunca debajo de un escenario, sólo ofrecían entrevistas a la prensa los días previos al lanzamiento de un nuevo álbum. La independencia, para ellos, fue casi una ideología. Una serie de dogmas que, quizá no tan paradójicamente en una sociedad de masas, se acabó convirtiéndose en valor simbólico y ayudó a disparar la mitología que rodeó a la banda. Tal vez debido a esta ideología –una manera de comprender el mundo y la cultura rock- es que jamás les interesó establecer comparaciones con otras bandas contemporáneas, como Soda Stereo. Aunque el público y la crítica especializada se hayan cansado de establecerlas. De hecho, durante casi veinte años, los Soda (pop, raros peinados nuevos, modernidad de exportación y popularidad) y Los Redondos (rock inclasificable, crípticas referencias sociales, asiento en la marginalidad local y popularidad) fueron algo así como el River-Boca de la música argentina. Dice El Indio, recortado contra la ventana de su estudio, que se abre al fondo verde del jardín y por donde entra atenuado el sol de las diez de la mañana: “Hasta que aparecieron Los Redondos, en los ochenta, todo el mundo decía que las producciones independientes no podían existir, aunque a nadie le gustase firmar contratos con las corporaciones. Los medios estaban acostumbrados a una especie de trato especial que les daban los músicos para tener buenos comentarios. El mercado del espectáculo es un barrio jodido. Si uno está fichado en una corporación poderosa, esa productora tiene radios y revistas propias, y difusión asegurada. Pero cuando uno lidera una producción independiente sucede todo lo contrario, pueden joderte gratuitamente. Si queríamos alquilar el piso para un estadio, lo que a otros les salía 7 a nosotros nos cobraban 20. En los años ochenta una empresa discográfica compró cientos de copias de ‘Gulp!’, nuestro primer disco, y las guardó en un desván. Todo, para que no progresara la independencia”.
En 1991, con la edición del disco “La mosca y la sopa”, llegaría la masividad. Y la carrera ascendente del grupo se haría irrefrenable. Dentro, e incluso fuera de las fronteras argentinas. Porque si bien a Los Redondos, como grupo, nunca les interesó llevar su música a mercados extranjeros -sino conservar mediante la publicación de un trabajo cada dos o tres años el rol de grupo líder en el mercado nacional- nada podía evitar que sus seguidores viajaran por el mundo acarreando sus discos. Sucedió así un extraño fenómeno de exportación involuntaria. Este cronista puede dar fe de que en lugares tan remotos entre sí como Santiago de Chile, Dublin y Montreal, hay un disco de Los Redondos escuchándose. El Indio sonríe –lo hace más a menudo de lo que uno podría pensar-, conocía este tipo de historias. Le pregunto: ¿cómo se explica que una banda under se haya transformado en la más popular de todos los tiempos? “No lo sé”, asegura Solari. “Suelo tener una mirada de francotirador, pero si el blanco soy yo, no puedo conocer los motivos. No puedo mirar atrás y darme cuenta en lo que estoy involucrado. El eufemismo más definitorio sería decir que estuvimos en el lugar apropiado en el momento apropiado. Desde afuera han querido ver fórmulas, nos han dicho que hacíamos marketing con esto de no ir a los medios. ¿Entonces, si era una estrategia, por qué no lo hacían los demás? Yo tengo por costumbre hablar exclusivamente cuando hago un trabajo. Si no, no tengo nada que decir. La obra es la que tiene que hablar por mí”.
La popularidad llegó, pero tuvo sus costos. Al tiempo que la banda crecía, también lo hacía la marginalidad, la pobreza, la violencia en el seno de la sociedad argentina. Los Redondos sufrirían sus consecuencias. En abril de 1991, un joven de 17 años, Walter Bulacio, fue detenido por la policía en las inmediaciones de uno de los shows de la banda y asesinado a golpes en una dependencia policial. Sería el primer caso de violación de derechos humanos denunciado desde el regreso de la democracia. Si bien nadie fue condenado por el asesinato, hoy, después de 12 años de pleitos judiciales –la familia Bulacio demandó al país frente a la Corte Interamericana de derechos Humanos– el Estado argentino admitió su responsabilidad en el asunto y aceptó pagar una indemnización de 334 mil dólares.
Luego de algunos incidentes registrados durante una serie de conciertos en 1994, la banda optó por no ofrecer más recitales en Buenos Aires y replegarse al interior del país (decisión que duró hasta 1998). Entonces, cada vez que el grupo tocaba en lugares alejados, decenas de miles de jóvenes iniciaban sus propias caravanas. Cierta vez, en 1995, la banda dio una serie de conciertos en San Carlos (provincia de Santa Fe), un pueblo de 10 mil habitantes. En dos días, unos 10 mil seguidores tomaron el pueblo por asalto, doblando la población y dejando almacenes y despensas vacíos de alimentos y bebidas. Cuando los shows terminaron y el pueblo volvió a su ritmo normal, algo en el paisaje había cambiado: se veían cientos de bicicletas abandonadas, por todos lados. La extraña postal tenía una explicación. La gente que no había podido pagar el pasaje hasta allí, lo había hecho robando bicicletas por el camino, pedaleando de pueblo en pueblo.
En 2000, Los Redondos quebraron una marca que, hasta hoy, nadie ha podido superar: llenaron el estadio de River Plate dos días seguidos, logrando los shows con entradas vendidas más grandes de la historia del espectáculo en el país. Unas 140 mil personas pagaron entre 15 y 35 dólares para verlos. Y si bien jamás nadie pudo acceder a la contabilidad del grupo, una suma informal deja entrever que, en dos días, los tres líderes de la banda (El Indio, Skay y la Negra, ya que el resto de los músicos solían cobrar cachet) habrían embolsado, cada uno, un millón de dólares. Pero todo tiene su contracara. Durante el primero de los dos recitales tuvo lugar un hecho que quizá haya propiciado el principio del fin del grupo. Ni siquiera la ponderada filosofía de Solari (”Sostengo la política del guerrero: esperar lo mejor, prepararse para lo peor”) fue suficiente para prever lo que sucedería. A la mitad del primer recital, Los Redondos dejaron de tocar y se retiraron del escenario: alguien, disimulado entre la gente, estaba apuñalando al público. Las luces del estadio se encendieron, y hubo treinta minutos de estupor, hasta que el agresor fue identificado. “Lo mató la misma gente, a patadas, algo así como Fuenteovejuna. Estaba loco el tipo, lastimando inocentes. No justifico la violencia, pero la comprendo”, opina el Indio. El agresor se llamaba Jorge Ríos, tenía 27 años y tiempo atrás había salido de la cárcel. La banda lo sabría recién al otro día. El show debía continuar: Los Redondos consideraron que suspender el recital era más peligroso que continuarlo. Así que sobre el escenario apareció la figura de un Solari visiblemente ofuscado. Y con severidad amonestó a una multitud que se sumió en un profundo silencio. Fue uno de los momentos más extraños y conmovedores de la historia del rock en la Argentina: “Escuchen…escuchen, carajo”, dijo el cantante ante 70 mil personas. “Consideren esta como una de nuestras últimas presentaciones”, aulló. Así fue.
Después de eso, los años de reclusión. Ahora, en su oficina, le comento que alrededor de su figura se tejen miles de historias, que hay gente que cree que vive desconectado de la realidad. Se eriza: también conoce estos comentarios, y no le caen nada bien. “Más desconectado de la realidad vive aquel que está pendiente de la información. Hoy en día toda información es probable. Ahora, desde hace unos años, están de moda los canales de noticias, donde sucede todo en tiempo real. Nada tiene sentido entonces, porque para que algo lo tenga uno debe poder interpretar la realidad que ve. ¿Soy yo el que me estoy perdiendo de algo, o es este sistema paródico el que le hace creer a todo el mundo que realmente vive la vida?”.
¿Cómo ve Solari a la Argentina actual, teniendo en cuenta que su retiro data de la misma época, el 2001, en que el país vivió la crisis económica más importante de su historia? “En la cultura de una sociedad, en su educación, en eso anida la capacidad de saber elegir, y defender la calidad de vida de los ladrones de turno. El tonto no puede oler al diablo, ni si caga en su nariz: ése es el problema. Además, independientemente del ladrón de turno, existe la posibilidad de aprovechar las coyunturas de una manera más lúcida. Si cuando acá todos teníamos la moneda imperial(N. de la R: por la Ley de Convertibilidad, hoy derogada, un peso valía lo que un dólar), en lugar de irnos de vacaciones a Brasil comprábamos hornos cerámicos, tornos de alta competitividad, hoy quizá tendríamos una capacidad industrial diferente. Entonces, más allá de ese latrocinio que hubo durante la década menemista, una sociedad inteligente debe saber aprovechar las coyunturas. El gran problema es que no sabemos que somos una sociedad ignorante: sospechamos alegremente de la corrupción, pero a esta altura la corrupción es estructural. Todos aprendimos a sobrevivir creyendo que somos muy inteligentes si robamos lo que tenemos a mano, y eso nos hace padecer un eterno sojuzgamiento a la pobreza. Hemos postergado la verdad, es penoso. Que alguien pueda comprarte por un poco de dinero es una locura. Bienvenido el dinero, pero si para eso tengo que sufrir un desgaste moral grande, creo que no se justifica. La mayor ambición del hombre no debería ser el aposentamiento económico, sino la justificación de su vida. Estar conforme con cómo nos ve la gente que tiene acceso a nuestra intimidad, eso es ser realmente ambicioso para mí”.
Se lo ve disconforme con ciertas ideas vigentes. Se lo digo. “La gente como yo, que se formó en la cultura rock, equivocados o no, lo hacíamos en serio. Hay un montón de cosas que hoy están de moda, frases ingeniosas como que uno está en esto para seducir mujeres, o que no hay que tomarse las cosas demasiado en serio, o que una canción no cambia el mundo. Por supuesto que una canción no cambia el mundo, pero hubo canciones que cambiaron mi mirada del mundo. Y como soy constructivista pienso que, si cambiaron mi mirada, el mundo efectivamente cambió. Por otro lado eso de las mujeres quizá sea una frase ingeniosa, pero me parece reducir el rol del artista a una especie de estupidez. No tomarse en serio a uno mismo probablemente sea el impulso de los teenagers de hoy, pero cuando yo era joven me tomé muy en serio la cultura rock. Todas las experiencias que hice pretendían ampliar el campo de la conciencia. Ahora estoy a la espera de cambios rotundos que provoquen otra música de fondo. Es la única manera en que acepto este vaciamiento. Me aburre la postura de los artistas de hoy, al menos la de aquellos que han aceptado la mirada posmoderna. Porque yo creo que para que la vida tenga una pulsión, la gente tiene que tener ideales”. ¿No advierte en la sociedad alguna forma de resistencia? “Sé que en los nervios de los jóvenes hay más información de futuro que en la experiencia que yo tengo. Desgraciadamente, esta pauperización que vivimos los transforma en seres bastante más primitivos que los que éramos nosotros de jóvenes. Pero quizá esta especie de vaciamiento cerebral que nos están haciendo sea la antesala de una sociedad… virtual. Siempre estoy esperando lo mejor. No soy escéptico, tengo la esperanza de que algo venga a renovar el espíritu vital. Por más que la cultura hoy esté confirmándome, yo quiero saltar por encima de ella. No quiero ser un tradicionalista: si el rock no muere nunca, esto va a ser un aburrimiento”.
Lo dice la estrella de rock más importante de la Argentina. Suena el teléfono, atiende. Aprovecho para mirar alrededor. Detrás de la puerta hay una gran foto enmarcada que lo muestra al pie de las escaleras que conducen al baño del mítico reducto neoyorquino de rock CBGB. Allí, entre otros, debutaron The Ramones. El Indio vuelve, se sienta, casi sin gesticular sigue demoliendo mitos. “Abandoné la bohemia hace rato, empiezo el día muy temprano. Me levanto a las cinco y media de la mañana. He descubierto que ése es el momento en el que estoy más lúcido. Cuando me mudé para acá me pasaba toda la noche tomando whisky y jugando al pool. El canto de los pájaros, al otro día, era una molestia. Y entonces hice un cambio, en el que influyó también el nacimiento de mi hijo. Me di cuenta que mi vida ya no significaba lo mismo. Descubrí una alternativa de lucidez, a la mañana, despertándome a esta hora. A eso de las ocho ya estoy en una buena actitud, que por lo general dura hasta el mediodía”. ¿Cuál es su método de trabajo?“Trabajar todo el tiempo. La casualidad ayuda a las mentes dedicadas”.
Nos preparamos para escuchar su disco. “¿Te molesta si me recuesto en el sillón?”, pregunta, y se echa pasando uno de los brazos por debajo de la cabeza. Enciende el equipo de audio, lleva el volumen al máximo. El disco abre con un sonido que simula una grabación en directo. Van pasando las canciones. El track 9 se llama “Pabellón séptimo”, y su letra es una crónica carcelaria, de una crudeza que no se suele frecuentar la pluma de Solari: “Me asfixio Dios/ Pienso en mi cara…se está quemando ahora mi cara ¡Dios! / Una explosión y los colchones se prenden fuego y nos quemamos vivos/ Quiero salir, quiero escapar, las puertas siguen encerrojadas/ El pabellón, en un segundo, se nubló todo y ya no vemos nada más”. Solari, por primera vez, se queda en silencio. Y explica. “La canción es una crónica de un hecho real que sucedió en 1978. Una masacre de presos comunes en la cárcel de Villa Devoto. Ahí murió un amigo mío… si había alguien que no tenía que estar ahí era él. Tenía un problema psíquico, lo engancharon en la casa de una novia, con unas tabletas de ácido lisérgico, y lo metieron en un pabellón cualquiera. Un día hubo una revuelta y los masacraron a todos. Sé que la letra, en este momento en que se habla tanto de los secuestros y se exige seguridad a cualquier precio, es algo políticamente incorrecto. Pero bueno, yo siempre dije que todo preso es político. Y hay lugares donde la sociedad tiene que ver el grado de horror que es capaz de producir. Me ha tocado visitar cárceles, tengo amigos en el cielo y el infierno: hay allí un horror permanente. Sin tomar en cuenta que eso marca de movida la imposibilidad de la resocialización de nadie que entre ahí. No se puede combatir el canibalismo comiéndose al caníbal, no está bien que el Estado haga eso. La represión nos transforma a todos en pares de aquellos que cometen crímenes”.
Han pasado cuatro horas de entrevista. El Indio se levanta. Dejamos su oficina y salimos al exterior, donde el sol del mediodía cae recto. La personalidad más destacada y enigmática del espectáculo argentino de las últimas décadas se despide con un beso, da media vuelta, desaparece en su casa. Por delante se abren quién sabe cuántos años de futuro silencio público. En mi cabeza resuena una de las frases más bellas del disco: “Si no hay amor que no haya nada entonces, vida mía, no vas a regatear”. Toda una declaración de principios, para este principio de siglo.