El guitarrista de Los Redondos debutó como solista en Buenos Aires. Con las fábulas de navegantes de su disco y el abordaje de viejos temas ricoteros, desató una fiesta en El Teatro.
Autor: Diario Clarín, 9 de marzo de 2003

Volvemos en diez minutos» y «Gracias». Tales las dos únicas frases que se oyeron desde el escenario durante las casi dos horas en que Skay debutó como solista en Buenos Aires. Tanto su posición en el escenario como su postura actual dentro del rock nacional son realmente excepcionales. Decidió abrise solo en el momento más «ecuménico» del rock argentino, según quedó documetado en el festival Cosquín Rock: en su recital no habrá invitados (la onda «somos todos amigos») ni arengas. Sólo la contundencia de una música tocada con intensidad, sin gestos demagógicos adicionales.
Tanta parquedad se ratifica también en su presencia central ahí arriba. Es la de un caballero de fina estampa, un Keith Richards consagrado a Humphrey Bogart (sombrero de fieltro, traje gris, gafas negras, zapatos puntudos). Basa la expresividad en la flexión de sus piernas (con ambas forma un rombo de temblor en caso de coparse mucho), al punto que parece tocar un bandoneón en vez de una guitarra. Para la segunda parte, vuelve con su eterna vincha y los pantalones sudados (tanto que parecen de camuflaje) y presenta a sus músicos en forma de canción. El único instante en que suelta la viola, se lo reserva para Alcolito, homenaje a Tom Waits incluido en su revelador álbum A través del Mar de los Sargazos (revelador porque se descubre ahí que la llave del «género redondo» la tiene Skay). Para ilustrar las desventuras del borrachín que protagoniza los versos, prueba unas pantomimas como de momia que parece decir «Yo no fui» con los brazos. Gracias que tira la púa al final. Nada de mímica rocker: la comunión con sus seguidores pasa por otro lado. El público corea las canciones enteras (partes instrumentales incluso). Pasa que Skay es un exquisito tornero de riffs cantibili, listos para que la tribuna los traduzca a su solfeo de «Oh, oh, óhes». En el filo y el fileteo de esos riffs desfilan Mark Knopfler, Richard Thompson, Angus Young, Steve Ray Vaughan, Peter Buck y Tom Petty, pero nunca una nota de más. La limitación instrumental es hábilmente superada por la justeza. ¿Y el Skay vocalista? El redondo le baja una octava al registro del Indio y sin exagerar el catarro etílico casi se acerca a Ricardo Iorio. Así los clásicos descienden en tempo y altura (El Infierno está encantador paraliza el pogo con beat Bo Diddley; Caña Seca… parece Sweet Home Alabama de Lynyrd Skynyrd y Roto y mal parado llega recitada).
Suena Oda a la sin nombre, un rock que, con animosidad, conjura su temática funébre (la presencia de la muerte durante la vida). Con el calor que hace y todo, los muchachos se enredan en una marea cárnea iluminada por una bengala, mientras les caen encima chispas y una nieve de espuma. Este cuadro estilo El Eternauta resume el clima tan apocalíptico como festivo del disco de Skay, cuya simple moraleja (seguir adelante a pesar de todo) se encarna en metáforas navales («a navegar el abismo», propone como un marinero solitario). Cuando termina Lágrimas y cenizas, el himno que cierra el álbum recordando un viejo Chorale (1979) de John Cale, la gente aplaude a rabiar. ¿Por qué? Porque esa cadencia de marcha triste, péndulo entre el fatalismo y la epicidad, que parece compuesta para que los vencidos no pierdan la esperanza, refleja exactamente la sensación que se vive aquí y ahora. Con todo lo individualista que es, la música de Skay solista es de lo más actual. Lejos de la «bajada de línea» (ni siquiera con las alegorías propias del Indio), las suyas son canciones para naúfragos. Es decir, para todos nosotros.
Ficha:
Skay Beilinson (guitarra y voz)
BANDA: OSCAR REYNA (GUITARRA), CLAUDIO QUARTERO (BAJO), JAVIER LECUMBERRY (TECLADOS) Y DANIEL COLOMBRES (BATERIA)
LUGAR Y FECHA: EL TEATRO, ALVAREZ THOMAS Y FEDERICO LACROZE, VIERNES 7 Y SABADO 8
Calificación: excelente