Recital de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, sábado y domingo, en el estadio River. Músicos: Carlos Solari, en voz. Skay Bellinson, en guitarra. Semilla Bucciarelli, en bajo. Walter Sidotti, en batería. Sergio Dawi, en saxo. Hernán Aramberry, en teclados y percusión. Total de asistentes: 130.000 personas. Nuestra opinión: Muy bueno
Diario La Nación, 18 de abril de 2000

Cuántas imágenes dispares hay que retener en los arcones de la memoria para completar el rompecabezas «Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en River». Muchas de ellas, extramusicales. Y otras tantas, pura y exclusivamente irradiadas desde el escenario por ese puñado de artistas incomparables. Una vez más, la sensación final quedó dictada por el azar de estar o no en el lugar y el momento más inoportunos. Porque, para muchos, los conciertos del último fin de semana fueron los más importantes que se hayan hecho en la historia del rock argentino. Una fiesta esperada desde hace mucho tiempo.
Para otros, ni siquiera fueron espectáculos. Sólo el sabor amargo de una noche difícil, triste, decepcionante. Para los chicos que se acercaron a ver a su banda preferida y se fueron con las manos vacías y los moretones al rojo vivo, no existió tal festividad. Ni mucho menos. Por eso, las imágenes se entrecruzan: la banda descargando bronca y emotividad en «Juguetes perdidos», casi al final de la primera noche, con una nueva y muy interesante introducción, las luces del estadio prendidas y la depresión generalizada del público, amargado por los desmanes que culminaron con varios heridos.
Solari amenazando, otra vez, con la despedida de los Redondos: «Todas las medidas que habíamos tomado, las precauciones. Hay gente que desprecia el esfuerzo de la banda y de las setenta mil personas que hoy están aquí. Esto hace que la idea de que no toquemos más se haga cada vez más posible. Veámoslo como una de las últimas veces que tocamos en vivo».
«El pogo más grande del mundo», como sugirió el cantante, el domingo, en el cierre con «Ji ji ji», y un marco conmovedor; la intensidad de las últimas composiciones -«Estás frito, angelito», «Pogo» o «El árbol del gran bonete»-, interpretadas como si los Redondos se vistieran de Pink Floyd del Sur, bien del Sur; un par de gemas extraídas de los baúles más añejos del grupo, como «Preso en mi ciudad», «Motor psico», «Ya nadie va a escuchar tu remera» y «Ñam fi frufi fali fru», que engordó de felicidad a los fieles seguidores. Y más, mucho más.
Por otra parte, los recitales confirmaron que la banda se encuentra en el lado opuesto de la barbarie generada a su alrededor. Porque más allá de la mayor o menor relevancia de los incidentes que los persiguen en cada show, el grupo está en su punto más alto musicalmente, cuidando los detalles y arreglos musicales al máximo. Algo que, quizás, en otros momentos quedaba relegado por la leyenda y el espíritu tribal de sus conciertos.
Estados alterados
De todas formas, para quienes asistieron al primero de los conciertos, nada pudo -ni podrá probablemente- remendar la desilusión que los atacó por sorpresa cuando se detuvo el recital debido a los graves incidentes producidos entre el público. A partir de entonces, no había canciones, banderas o bengalas que pudieran levantar el ánimo depresivo que colmó el ambiente por la fiesta incompleta. Los músicos se retiraron de la escena y volvieron desafiantes, enojados, casi rozando el desgano, con un paquete de tres canciones por demás significativas.
Con todas las luces del estadio encendidas -intentando detener los disturbios-, el Indio y Skay arrancaron con «Pogo» -con el estandarte de la frase «bailan el pogo del payaso asesino»-, «Nuestro amo juega al esclavo» -con el legendario estribillo «violencia es mentir», tronando con rabia en las gargantas de las más de 60.000 personas presentes- y «Juguetes perdidos», con la primera dedicatoria en un show por parte de Solari a Walter Bulacio, el chico que falleció luego de haber sido detenido y golpeado en las inmediaciones de un concierto de los Redondos en Obras Sanitarias, en 1991.
Las interrupciones, los heridos, la tensión, llevaron tanto a la banda como al público muy lejos de Figueroa Alcorta y Udaondo. Todos estaban idos del show, del espectáculo. Y así se torna difícil disfrutar de uno de los circos más creativos y multidisciplinarios nacidos en los últimos años por estas pampas.
Dispuestos para lo mejor
En cuanto a lo estrictamente musical, la segunda noche fue impecable. Las canciones convertidas en himnos sonaron ajustadísimas, el Indio desplegó su arsenal de movimientos histriónicos y Skay se lució con sus intrincados punteos de guitarra.
«Bienvenidos al gueto» señaló el pelado cantante y, con ganas de revancha, se lanzó con «Un ángel para tu soledad» y «Queso ruso». Dos temas caros a la sensibilidad ricotera, que comenzaba a distenderse, dispuesta para lo mejor. En este caso, Solari no hizo ningún tipo de referencia a los incidentes del sábado ni a las escaramuzas que todavía se desarrollaban fuera del estadio. Como casi siempre, sus palabras fueron contadas y sus canciones tomaron la voz líder.
Tres bloques de música, separados por pequeños intervalos, quizá para aquietar los ánimos, conformaron la base del show. Anclados en su álbum más reciente, «Ultimo bondi a Finisterre», con versiones donde el rock gana a expensas de lo tecno, los Redondos pasearon por todas las páginas escritas en sus veinticinco años de trayectoria. Desde «Oktubre» hasta «Luzbelito».
La oscuridad sonora que caracterizó las composiciones de los últimos años fueron mezcladas con los roncanroles más furtivos. «Mi perro dinamita» y «Vamos las bandas» se cruzaron a duelo con «Es to-to todo amigos!». Mientras que «Buenas noticias», «El pibe de los astilleros» y «Los amantes» fueron coreadas como si fueran clásicos de clásicos. Sólo quedaría tiempo para «Ji ji ji» y el consabido ir y venir de un lado a otro de la multitud. A puro festejo y alegría desbordada.
Implacable rocanrol
«Yo sé que no puedo darte algo más que un par de promesas: tics de la revolución, implacable rocanrol y un par de sienes ardientes, que son todo tesoro», reza uno de los inspirados versos de «Juguetes perdidos», el tema que se hizo carne en las bandas ricoteras durante la última mitad de la década pasada.
Un par de promesas que deberían ser suficientes, pero que por alguna razón, todavía con demasiadas teorías al respecto y muy pocas certezas, no terminan de satisfacer las pautas de un espectáculo sin otras intenciones que las del normal curso de las cosas. Porque, al fin de cuentas, lo que este grupo de artistas ofrece desde arriba del escenario es un implacable rocanrol. De ese que cada vez se hace más difícil encontrar.
Será la cultura rock que mamaron e insisten en sostener y alimentar desde hace años. Quién sabe. Por lo pronto, la música sigue siendo la prioridad número uno de ese sulky en el que viajan Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. (Sebastián Ramos)
Más allá de los incidentes que rodearon la actuación del grupo, los recitales tuvieron un alto nivel musical y técnico.
Tras casi veinticinco años de carrera, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota se presentaron por dos noches en el estadio River, con una producción -sonido, escenario, transmisión por pantalla- que no tiene nada que envidiarle a los megashows internacionales que han llegado a nuestro país. Así, el grupo que se originó en La Plata en los años setenta pasó de tocar en pequeños pubs a montar un espectáculo de dimensiones prácticamente inusitadas para nuestro país.
Los problemas y hechos violentos sucedidos fuera del estadio -y el sábado también en el campo de juego, cuando un individuo, fuera de sí, sembró el pánico repartiendo navajazos a diestra y siniestra siendo a su vez atacado por el público-, fueron momentos que acompañaron al grupo, mientras intentaba plasmar una idea artística. Porque, como dijo alguien desde las plateas, la música y la propuesta estética de la banda estaba más cerca de Pink Floyd que de un grupo de rock pesado como AC/DC.
Una estética austera
Esto lo lograron gracias a las buenas canciones y a un concepto de puesta que jugaba con la austeridad. El escenario, de 30 metros de largo, estaba despojado de las habituales torres de sonido que flanquean a las bandas. En cambio, éstas colgaban desde tres inmensas grúas situadas por detrás, que obligaron a cavar pozos para su ingreso en el estadio.
Así, el escenario quedaba liberado para que los músicos se movieran libremente y el público tuviera la mejor visión, según el diseño de Rocambole, artista plástico que, desde siempre, realiza el arte de tapa de los discos de la banda. A ambos lados se colocaron dos pantallas y el fondo del escenario funcionó como una tercera. En ellas se transmitía el show, desde once cámaras colocadas en distintos puntos. Las imágenes del grupo en acción alternaban con otras, preparadas también por Rocambole: animaciones, retazos de películas en blanco y negro y juegos visuales.
El sonido, capítulo básico cuando de escuchar música se trata, también estuvo al nivel de toda la producción, a cargo del técnico Eduardo Herrera. Para evitar el efecto rebote se colocaron torres de sonido demorado en el campo de juego. Edi Pampín fue el encargado de las luces, que se ajustaron al mismo criterio y ayudaron a definir distintas situaciones para cada canción, además de iluminar el campo, en los momentos en que el público coreaba las canciones más clásicas.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota creció, desde aquellos pubs, hasta este momento de máxima calidad musical y donde se palpa que, como buenos artistas, intentan otras búsquedas: no repetir lo ya dado. Por eso, y a pesar de los incidentes violentos, no puede dejar de valorarse la magnitud de estos conciertos, los más convocantes y profesionales que ha dado el rock argentino y, por añadidura, en manos de una producción independiente.