Más allá de los fallos de la justicia que no por casualidad siempre encuentra motivos para no condenar a los que cometen delitos desde el Estado, es indudable que Walter fue duramente golpeado y que su muerte directa o indirectamente se produjo a las consecuencias de esa paliza. Los Asesinos no deben quedar impunes. Los Redonditos de Ricota tampoco deben permanecer en silencio. El juramento hipocrático de Los Redonditos era: cuidar a cada uno, no permitir que nadie sea dañado. Es una horrible paradoja que el primer muerto del rock se produzca en las barbas de un recital de esa banda.
Revista Cerdos & Peces #38. Mayo de 1991. Por Enrique Symns

No se si todo los lectores están al tanto de mi vinculación con «Los Redonditos de Ricota». Durante varios años formé parte del grupo actuando como monologuista y presentador en infinidad de recitales. De esa relación surgió también una profunda amistad que se vio interrumpida parcialmente cuando, a través de una revista, hace justamente un año, inicié una serie de criticas a partir de una carta abierta cuya última frase era: «Deténganse, deténganlos».
Por diversos motivos había decidido no sólo dejar de realizar tales críticas (las que finalmente se habían convertido más que en una formal crítica, en una literal cargada al rock, a los músicos y también al periodismo) sino además no narrar los motivos verdaderos de tal posición.
Hoy la muerte de Walter Bulacio me obliga a retomar el tema ya que la muerte hace todos los pactos maricones, todas las fidelidades indignas y todos los pudores miserables.
Nunca critiqué a los redondos por pavadas tales como «traicionar el espíritu» inicial por acceder a «obras» transgrediendo la palabra empeñada por el Indio Solari en múltiples reportajes.
Llegar a Obras tuvo un largo camino durante el que las transgresiones al espíritu inicial del grupo se habían ya producido. En todo el trecho inicial, hasta el año 1986 aproximadamente, los Redonditos era los encargados de controlar y contener todo el evento: Poly, su representante, era la jefa de una enorme grupo de personajes que vendían entadas, cortaban entradas, hacían seguridad, etc. Todos los papeles los hacía Poly y su pequeño grupo de ayudantes. El evento nunca tenía que irse de nuestras manos. Las peleas con la policía para defender a los pibes eran habituales. Detesto utilizar el recurso del autohalago. Pero debo decir que por multiplicidad de motivos siempre me enfrenté a la policía. Es la humilde mención de una actitud que debería ser común a todos los que accedemos a algún grado mínimo de poder: jamás permitir que ante nuestra presencia la policía castigue o detenga a los inocentes.
Pero ese control, esa actitud mágica y solidaria se fue perdiendo a medida que crecía el éxito y también la dimensión de aquella «fiesta pagana» que pretendía realizarse en cada recital.
En un recital de Temperley, varios pibes fueron apaleados por la policía y en los recitales de «Satisfaction» varios incidentes en la puerta culminaron con palos y detenciones. En ambos, recurrí a Poly y a su grupo de amigos, para ayudar a los agredidos pero sin resultados. En mayo del año pasado, en un recital que realizaron en La Plata, el público fue gaseado y apaleado dentro del recinto del show sin que aquellos realizaran declaraciones posteriores o denunciaran los abusos policiales. Yo mismo fui víctima de la persecución policial sin que mis «ex-compañeros» me prestaran ayuda o me defendieran simplemente como amigo.
Aquel recital marcó definitivamente mis diferencias éticas con la ideología tergiversada de Patricio Rey. Entendíamos cosas diferentes sobre lo que significaba organizar y protagonizar un evento.
Pero el asunto era más grave.
¿Si no habían sido capaces de defender a un amigo cómo iban a defender a un público que se les hacía cada vez más abstracto y anónimo?
¿Qué ideal o sueño indicaba que iban a seguir el ejemplo de Jim Morrison que fue preso en pleno concierto luchando contra la policía; del guitarrista de «The Police» cuando en Buenos Aires pateó la cabeza de un yuta que en ese momento golpeaba a un espectador; o de Charly García, en plena dictadura, cuando paró el recital e insulto al policía que pretendía realizar una detención en su show o del inolvidable Billy Bond cuando en el Luna Park gritó «Rompan todo».
Ninguna ilusión, ningún sueño. Es probable que la peste del postmodernismo haya alcanzado a la única banda legendaria del rock de los ochenta.
No pueden haber olvidado aquella consigna: cuidar el evento, cuidar a cada participante.
Quizá lo olvidaron cuando la abstracción del éxito los llevó más a preocuparse por tener las luces de Soda Stéreo y no por el sistema de seguridad imperial y represivo del estado Obras.
Pero ahora hay un muerto. Quizá el primer muerto de la historia del rock argentino.
Creo que joy Los Redondos deben estar sufriendo intensamente esta desgracia. Y también deben estar reflexionando sobre cómo seguir montados a este escenario grotesco de la cultura en donde nada justifica la muerte de un joven. Es la hora que demuestren que son del palo. De no ser así, por todos los demonios, deténganse.
Enrique Symns


