Cansado de ser reflejado como un símbolo del estilo de vida del rock & roll o como un oscuro mito viviente, el Indio revela secretos del pasado y deja ver aspectos de su vida cotidiana: de la paternidad al negocio de ser la figura más engimática del rock.
Autor: Revista Rolling Stone Argentina, 1 de noviembre de 2005. Por Pablo Plotkin y Claudio Kleiman

Todo argentino ricotero (persistente, nostálgico o arrepentido) tiene su relación particular con el enigma Solari. La vieja escuela de los 70 y primeros 80 siente esa recelosa empatía de los pioneros, y lo señala como una especie de ideal discursivo de lo que alguna vez quiso encarnar. Para la generación 00, el Indio es un fuera de campo todopoderoso; muchos ni siguieran llegaron a verlo en vivo, pero estudiaron la leyenda y saben de qué estamos hablando. La generación intermedia y más numerosa -la de los 90, la que viajaba en tren hasta pequeñas ciudades del interior- pronto descubrió que el Indio era un acertijo heredado que en verdad no pretendía descifrar. Bastante sobrecogedora nos resultaba esa figura escénica, cruza de profeta de cantina y aristócrata guarecido en refugio nuclear. Tenía la edad de nuestros viejos, pero, claro, se había untado todas las mantecas de la cultura rock (la metáfora a la que recurre para describir esas experiencias «no ordinarias») y, para colmo, no había acabado tostado ni en un zanjón. Lo cual no es poco decir en un país en que las estrellas envejecen hoscas, lunáticas, víctimas de su propia leyenda o alejadas del público masivo. La habilidad de Solari para dominar casi todos esos síntomas puede explicarse, tal vez, porque se subió por primera vez a un escenario a los veintilargos, con unas cuantas lecciones existenciales a cuestas. Y porque siempre manejó esa mezcla de fotofobia y megalomanía con una eficacia a primera vista implacable.
¿Tenes la última Rolling? le preguntamos a Solari apenas nos apoltronamos en el sofá de Luzbola; el sol de la tarde lo reduce a una silueta a contraluz.
¿Cuál es la última? pregunta y nosotros le respondemos, pero parece como si ya lo supiera-.
Sí, sí, yo compro la Rolling Stone. Y disfruto con lo que les hacen a otros, porque en realidad las estrellas de los reportajes son ustedes. Lo usan a uno para terminar diciendo lo que se les canta el quinto forro de las pelotas… Porque tienen que teatralizar y generar toda una maravilla alrededor de personajes que en verdad son bastante anodinos. Entonces terminan escribiendo bárbaro, y generan toda una especie de aura alrededor de gente común. Pero bueno, lo hacen bien, supongo que las notas son más entretenidas que la verdad.
Es cierto. Los periodistas alimentamos mitos y tejemos tramas de misterio allí donde muchas veces no hay nada. Entre otros casos, hemos contribuido a promover el enigma Patricio Rey y a consolidar al Indio como un personaje paramediático inescrutable, mezclando dosis de realidad, discreción, fascinación genuina y artilugios narrativos. ¿Cuántas veces se contó aquello de que Solari tenía que camuflarse -o viajar hasta Montevideo o Nueva York- para ir al cine o al supermercado?
Concedámosle esta vez, de forma definitiva, la satisfacción de no rodearlo de un halo de maravilla. Aprovechemos la invitación a su casa suburbana para intentar acortar esa brecha entre el Carlos privado y el Indio público. Lo asumimos-, no lo conocemos muy bien. Las personas que lo conocen de verdad no hablan de él en público. Saben que no deben hacerlo. Pero un encuentro cercano puede mostrar más que casi todo el archivo periodístico disponible.
Es tiempo de quebrar aquel precepto adolescente. Abandonar la leyenda y convertir el bronce en piel. No hace falta más que detenerse un rato y examinar los detalles. Como muchos hombres después de los 50, Carlos se despierta en la madrugada y ya no puede volver a conciliar el sueño. Para mantenerse en forma, sale a correr a través de su terreno o por las calles perimetrales. Ejerce su profesión -la de compositor, músico y «hombre de ideas»- mediante una rutina laboral más o menos cronometrada. No es que haga horario de oficina, pero parece respetar esa máxima de ser ordenado en la vida cotidiana para ser arrebatado en la creación. En la soledad de su estudio, escribe con un método más de laboratorio que de sala de ensayo. Almuerza temprano, se ocupa de su madre anciana (que vive buena parte del año con él), se conecta diariamente a Internet, lee revistas y libros, mira fútbol por televisión. Mucho fútbol.
Da la impresión de ser un tipo altanero y a la vez vulnerable, lleno de energía creativa y de debilidades comunes. Por momentos parece convencido de que su generación fue la última en vivir experiencias intensas, tanto en el orden político como en el cultural. Un rasgo bastante común entre personas curtidas en los años 60 y 70. Excelente anfitrión, parece aterrado ante la posibilidad de que el invitado no se sienta cómodo en su casa, así que ofrece opciones sobre dónde sentarse, qué tomar, ese tipo de cosas. Decidió no beber más whisky por las tardes, porque asegura que el tener un hijo de grande (él tiene 56 años, Bruno apenas 4) le hizo rever sus hábitos y cuidarse más, como para que el chico pueda disfrutar de su padre (y viceversa) la máxima cantidad de años posible. Para Virginia, su adorable «compañera», la fobia social de Carlos es apenas un jocoso comentario doméstico: «A éste ya no lo puedo sacar a ningún lado», te dice con una sonrisa mientras te despide en el portón, una línea de diálogo que el imaginario adjudicaría a la mujer de cualquier otro vecino de Parque Leloir.
Es improbable -y tiene bastante lógica- que Solari pueda verse retratado con fidelidad en el discurso ajeno. De modo que toda esta descripción, seguramente, lo va a alterar. Aunque el rechazo a la exhibición pública de su vida cotidiana parece chocar con esa manifestación reactiva a la configuración del mito. El Indio quiere preservar el enigma (como dirá al pasar en medio de la conversación, expresando una estrategia histórica implícita) pero a la vez no quiere que se lo retrate como a un Khan de Xanadú, encerrado en una fortaleza panóptica.
En estos días de paternidad, maneja su carrera con resuelta solidez comercial; invierte en su proyecto y organiza meticulosamente cada uno de sus actos. En el último tiempo habló un par de veces con Skay, pero no para añorar los días felices, sino para ajustar cuestiones financieras pendientes y planificar ediciones con material inédito de los Redondos, sin descartar una posible reunión. Después de años de ver pirateada su cara en cientos de miles de remeras truchas, decidió meterse en el negocio del merchandising y autorizar la venta oficial dentro del estadio. Por otra parte, la biografía que publicó Gloria Guerrero -Indio Solari, el hombre ilustrado- lo exasperó al punto de que la usa como pretexto para planificar la edición de sus memorias. «Me están obligando a ganar plata», comenta medio en chiste, medio en serio.
De noche en su estudio, mientras esperamos un auto a la hora en que la matinée de viernes revienta los teléfonos de las remiserías, las facciones del Indio se alisan bajo una luz cenital. Cansado, mal dormido y mal despierto, habiéndose salteado la siesta, se frota esos ojos que casi nunca exhibe públicamente. Ni vestigios del rictus rígido de las fotos, ni de la maliciosa sonrisa escénica. El indio no es un ser mitológico, ni tampoco un hombre cualquiera. Es un artista veterano lidiando con sus ambiciones y sus fobias declaradas. Enredado en una obra conceptual magnífica y una vida doméstica de suburbio. Un tipo tratando de envejecer a la altura de su reputación.
Pablo Plotkin
Tu disco salió hace casi un año ¿Qué demoró tanto la presentación?
Por un lado tiene que ver con que estoy con otro ritmo, y también hay cosas personales que hacen que tenga que tomarme otros tiempos para trabajar. Además, estoy respetando los tiempos de la creación y de la recuperación del dinero.
Inferimos que las cosas personales tienen que ver con la paternidad.
Me cuesta explicar públicamente cómo modificó mi vida la aparición de Bruno. No es que esté gaga, en plan padre felicín, pero esa inocencia prehistórica de los niños… Me acuerdo de Henri Michaux, que dijo: «A los 8 años, Luis XIII hace un dibujo muy parecido al del hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los 8, Luis tiene la edad de la humanidad, más o menos 250 mil años. Unos años después tiene nada más que 31. Perdió todo eso, y es nada más que el rey de Francia». Así que estar cerca de esa inocencia prehistórica le termina dando una vuelta de rosca a mi viaje intelectual. Le estoy prestando mucha atención, para ver de qué manera resuena en el resto de las cosas y de mis pensamientos, y eso precisa de una contemplación pausada. Ya decidí que el año que viene voy a viajar por el país con mi hijo y mi compañera. No quiero ir afuera, porque no me gusta volar por los aires con alguna bomba.
Pensamos que este paréntesis podía tener que ver también con Cromañón, que estabas viendo cómo evolucionaba todo desde entonces.
No, no tuvo que ver específicamente con eso. Lo de Cromañón es un archivo que tiene carpetas muy difíciles de resolver. Por un lado está la carpeta dramática de 194 muertos… No hay en la historia muchas catástrofes de ese tipo como para que uno rápidamente pueda estar cool pensando en el asunto. Por otro lado, yo creo que con el orden no se puede ser caníbal; uno puede combatirlo, puede estar en su contra, pero lo que no puede hacer es comérselo. Entiendo a los padres y los amigos de estos chicos: están en la búsqueda de algo que va más allá de la justicia, están detrás de una especie de venganza. No me termino de imaginar el dolor desgarrador que debe de ser la pérdida de un hijo en estas condiciones. Eso les permite a ellos señalar como asesinos a determinada gente. El resto de la sociedad debería atender estos requerimientos, debería ver de qué manera logran consuelo, ejercer la justicia, pero no debería adjudicarle a ese grupo desesperado y doliente la conciencia social, porque se termina cascoteando a la señora de Carlotto. Creo que ellos mismos se dieron cuenta de que fueron demasiado lejos, pero eso está manifestando hasta dónde se llega con un dolor que necesita ser satisfecho de cualquier manera.
¿Te hizo repasar mentalmente algunos incidentes que sufrieron con los Redondos?
Creo que no se pueden relacionar alegremente este tipo de hechos. El otro día León [Gieco] metió una macana cuando vinculó el caso Bulacio con el de dos chicos que murieron electrocutados en un recital [Buenos Aires Vivo III] y otro que se había muerto no sé en qué lugar… No tienen absolutamente nada que ver. A nosotros nadie nos pudo hacer juicio por lo de Bulacio porque él no murió por un accidente propio de la estructura; a Bulacio se lo llevó la policía fuera del estadio y lo mataron en una comisaría. Al final nunca quedó muy claro cómo murió, yo supongo que se zarparon: lo fajaron y lo mataron ahí.
Tocaste en Cemento, conoces a Chabán. ¿Cuál es tu postura frente a su situación específica?
Yo creo que Ornar tiene una responsabilidad, porque alguien tiene que lavar esta herida de 194 muertos. El Estado lo tiene que hacer, porque son profesionales de hacerse cargo, trabajan de eso. Pero yo no puedo verlo como un asesino, porque no tuvo el propósito de matar, no le era conveniente. Creo que tiene que haber una carátula acorde con el estrago. Él lo debe tener claro, porque siempre fue un artista que tuvo claras las cosas. Convengamos que todos los boliches estaban igual, con el culo al aire, así que no podemos lavarnos las manos y decir que Chabán es el asesino. Lo que pasa es que aparece una especie de culpa social por no poder llevar adelante un país. Pero los padres de las víctimas no quieren que esto se difumine en una culpa social, quieren que haya alguien que pague la cuenta. Cuidadosamente, considero que sería injusto pensar que esto es obra y arte de un malhechor o un asesino serial.
Hay una situación general…
Aquí hay un umbral de seguridad propio de un país del Tercer Mundo, eso hay que aceptarlo. Nadie nos protege. Somos Argentina y todo lo que tenemos está en función del proceso pauperizante que ha habido en el país durante años. Estamos viviendo de milagro. En definitiva, la diferencia entre Cemento, donde yo he tocado, y boliches extranjeros como el CBGB o el Continental, que dieron lo mejor de la música de los 70, está en que ahí a nadie se le ocurrió prender una bengala. Porque después eran lo mismo: baños malolientes, todo es un gran culo infecto. De algún modo, todos fuimos cómplices por convocar a la gente a esos lugares.
¿Siempre fue así, o todo empeoró en los años 90?
Las condiciones de seguridad siempre fueron muy precarias. En los 80 tocábamos todos en lugares como el Stud [Free Pub], en Látex… Hemos tocado en lugares frente a los cuales Cromañón es el sitio más seguro del planeta. Había uno que se llamaba La Cotorra, donde nosotros estábamos en el fondo, la gente se desmayaba del calor y no había forma de rajar a ningún lado. La única era pisar a toda la gente y ver hasta dónde llegabas. Una vez en La Esquina del Sol, por ejemplo, un vecino que tenía los huevos llenos había tirado la noche anterior un ladrillo y rompió el techo. Llovió y el lugar se inundó. Fue el día en que nos inspiramos para hacer «Pierre, el vitricida». Me acuerdo de estar cantado y la gente estaba con el agua hasta acá; de pronto veo que El Soldado [plomo histórico de la banda] avanza a gatas desde el escenario y saca de abajo del agua, como si fuera un alga, una zapatilla de electricidad con todos los cables revueltos. Ahí pensamos que Patricio Rey existía de verdad, porque por lo menos tendría que haber habido un corto, algo tendría que haber pasado…
¿Cómo conviviste siempre con esa sensación de peligro inminente?
Obviamente esos extremos de descuido son injustificables. Pero, en referencia a las bengalas y demás, digamos que la cultura rock tiene eso, también: no es una cultura progresista, de todo prolijito. Ahora les recomendamos a los chicos que no vayan con pirotecnia al show, o que no lleven celulares (más que nada para que no se los choree otro, no porque yo proteja mi imagen); pero, en definitiva, a mí me cuesta mucho renegar del folclore de las bengalas y las banderas del rock. Creo que el rock es eso. Yo tengo la imagen de «Juguetes perdidos» en River, entrando a cantar con todo eso y… ¡Guau! No es sopa. Yo no quiero renegar definitivamente de todo eso. Aunque, desde ya, en este momento tiene que primar el respeto y el cuidado.
¿Crees que la liturgia de la pirotecnia dejó una marca importante?
Dejó un acento, una marca estética en casi todo lo que llamamos rock nacional, que por algo es diferente del rock belga, del rock japonés y de cualquier otro.
Más allá de la biografía no autorizada que apareció recientemente Indio Solari, el hombre ilustrado», de Gloria Guerrero], ¿qué hace que no quieras hablar de ciertos episodios de tu vida?
Cuando Gloria me vino a avisar que estaba trabajando en el libro -quizá había una intención de encontrar una venia mi parte-, yo le expliqué que a mí me interesan las biografías de gente que ha tenido vidas con riesgos, que cruzó mapas políticos perseguidos por la KGB, qué sé yo. Y en mi vida quizás hubo un período atractivo, pero más bien puede resultar interesante en función de mi punto de vista sobre la cultura rock. Entiendo que eso sí pueda de ser atractivo. Pero con respecto a mi vida en sí, a excepción de esos quince o veinte años que hay en el medio, no hay mucho que contar. Yo de chico tuve una infancia feliz, lo que no sé si es bueno o es malo, porque parece que el paraíso estuviera siempre atrás.
Más allá de eso, tu obra tuvo un alcance que hace que cada rasgo de tu pasado se amplifique y adquiera una mayor importancia…
Entiendo, pero de pronto sale este libro que supuestamente trata sobre mi vida y, de movida, yo aparezco como un tipo que anda quemando jardines por su mal aliento. Después resulta que mi viejo se llama José; difícilmente el sobrenombre de José sea Tito, generalmente Tito es de Roberto. Y mi viejo aparece ganándose la vida sacando fotos en la playa. Creo que mi viejo no debe haber sacado una foto en su vida. Todos los apuntes biográficos son un descajete. Después, la historia que se cuenta de los Redondos es la historia de Skay, de Poly y Rocambole. A ellos se les iluminó el camino con La Cofradía de la Flor Solar. A mí no me pasó un carajo. Yo nunca fui un hippie bucólico, siempre fui más bien urbano, se ve en el arte de los Redondos. Difícilmente encuentres ahí una cosa muy mística, de sahumerios y collarines. Estaría bien que ellos contaran eso en sus libros, cuando hagan un libro de Rocambole, pero no cuando se trata de un libro sobre mi vida. En el caso de Skay y Poly, ellos sí tienen una relación importante con él, han vivido cosas en común y estuvieron juntos en La Cofradía… Yo he tenido contacto con Kubero [Díaz], pero más adelante, ya en los Perros de la Costa e, insisto, no alumbró mi camino de ninguna manera. Para mí la cosa fue al revés: muchas veces, los Redondos y Virus iluminaron algunos rincones de la ciudad, rincones que hubieran seguido ocultos si no hubieran aparecido estos grupos.
Si nunca fuiste un hippie bucólico, ¿qué eras en esos días de adolescente?
En el año 62, 63, ya trabajaba de beatle con cuatro botoncitos, el cuellito me lo tenía que hacer porque no existían esas camisas acá, botitas beatle… Yo no entré por ningún otro motivo en el rock más que porque los Beatles y los Stones me empezaron a señalar a los bluseros negros y, a partir de ahí, empezó la época interesante de la cultura rock, que, en mi caso, tiene más que ver con los yippies [los seguidores de la organización contracultural Touth International Party] que con el Flower Power. Lo importante de la cultura rock para mí fue esa actitud política en otros términos, política como la entendían los yippies. O sea: no me importa en qué organización estás militando, sino qué hacés de la mañana a la noche, tu manera de vivir.
¿Estuviste en otras bandas antes de los Redondos?
No, estuve metido porque tocaba la guitarra, pero nunca toqué bien, siempre acompañaba, más que nada porque escribía canciones, me gustaba… Era la época: con una guitarrita hacíamos todo. Yo componía en Valeria del Mar con dos radio grabadores y un balde de plástico. Estaba metido en bandas muy, muy beats, como los Cluster Four de La Plata, y después en Gondwana, la banda de Beto Verne por la que pasó Luis María Canosa, que después fue el Dulce. Pero siempre haciendo letras, componiendo o siendo una especie de guía conceptual.
También cantabas en estos grupos.
No, más bien éramos amigos, y de repente a ellos les llamaba la atención la personalidad de uno, se enteraban que uno escribía y entonces ya hacíamos canciones juntos.
Más allá de los Beatles y los Stones, ¿qué grupos de acá te estimularon?
Yo no soy muy amante del rock nacional. Tempranamente escuché a Beatles, Stones y, de ahí, Zappa, Jethro Tull y Led Zeppelin. Siempre me pareció que eso estaba muy acabado, mientras que lo que hacíamos nosotros acá eran como unos boleros rápidos. Y estaban bien, porque de movida el rock es una cosa transcultural, pero es muy difícil hacerlo en castellano. Lo que recuerdo haber disfrutado mucho es Almendra y el primer disco de Manal. También recuerdo haber visto un corto que había hecho Almendra que me pareció atractivo. La música también: «Gabinetes espaciales» era un tema buenísimo.
¿Esas cosas fueron inspiradoras?
Sí, pero enseguida le perdí un poco el entusiasmo.
¿Y cómo convivías con esa cultura incipiente?¿Te sentías músico, ya?¿Cómo te involucrabas con todo eso?
Más que nada, íbamos a eventos donde había grupos que tocaban, pero en realidad éramos una especie de patota, había una relación medio cortesana. Todos estábamos vinculados con el escenario, andábamos bebiendo en el bar y tomando productos, y resulta que de fondo estaba la banda. Eran cosas más bien triviales, no existía esta cuestión del espectador, porque además todos los que miraban estaban de algún modo en el ajo. No era público, porque éramos muy pocos. Era como una tribu. Las bandas tocaban y uno se iba a dar vueltas, al bar, al bufet, a los baños… Hablo de lugares como el Atenas, o el Teatro del Bosque, en el lago. Me acuerdo de haber visto a Spinetta, a Miguel Cantilo. Pero, si me pongo a contar, debo haber ido cinco veces a un recital de rock and roll. No más.
¿Recordás el momento en que decidís involucrarte más seriamente?
Mientras componía con otros músicos, yo fui forjando mi caudal de canciones, inclusive muchos de los primeros rocanroles de los Redondos. Los hacía nomás con la rítmica de la guitarra criolla y las cantaba así [tararea el riffde «Maldición, va a ser un día hermoso»]. Después lo conozco al hermano de Skay, Guillermo, con quien trabajábamos juntos (teníamos una estampería de tela) y hacíamos cine. Y Skay, mientras tanto, siempre estaban con esas bandas que hacían covers como «Noches de satén blanco» o cosas en inglés, porque no había alguien que escribiera canciones. Habían formado Diplodocum con tipos que tocaban bien, como el Topo D’Aloisio, Isa Portugueis, [el tecladista Bernardo] Rubaja… Pero faltaban las canciones. Y cuando el hermano de Skay conoce las letras y las canciones que yo hacía, se le ocurre vincularnos y ahí es donde se arman los primeros Redondos, independientemente de que éramos todavía una troupe de amigos. A nadie se le ocurría que iba a pasar nada, nos dábamos el gusto. Bernardo tenía un estudio bien equipado para la época: los padres de todos ellos eran gente de dinero, viajaban a Europa, entonces tenían siempre buenos equipos, que en general acá no había.
Vos.. .¿qué clase de vida llevabas en la semana? ¿Estudio, trabajo?
Primero estudiaba el secundario, después vagancia, medio mantenido por amigos a los que les parecía ingeniosa mi vida. Hay gente que colabora para que vos sigas siendo lo que sos, esas cosas que pasan en la vida…
¿La idea de que cantaras vos fue de Guillermo?
No, yo cantaba desde siempre, lo que pasa que cantaba así nomás, una cosa medio de fogón.
Pero ya en los primeros Redondos eras el cantante.
Sí, lo que pasa es que había tres guitarristas y tres cantantes, como Iche, cualquiera que se subía era cantante… La voz más aguda en ese momento era la mía, y el hermano de Skay hacía una voz más grave. Guitarristas había tres o cuatro: Basilio [Rodrigo], Beto Verne, Skay… Después estaba el pibe este que murió en un accidente en Salta [el tecladista Andrés Theocharidis]. Era como una especie de estudiantina feliz, conmovedora por eso. Las canciones eran como un núcleo, pero en realidad era una cosa bastante disparatada.
Lo extraño de eso es que, a la distancia, los Redondos siempre parecieron tener una especie de seriedad, una planificación conceptual más bien prematura.
Eso es posterior. El verdadero nacimiento de los Redondos es posterior, más allá de que en ese momento las canciones ya las hacíamos con Skay. Pero todavía era como una especie de caos: había un actor cómico, variedades. Se adopta una cierta seriedad en el momento en que, después de una de las tantas separaciones, me vienen a ver Poly y Skay a la casa de Mufercho [Sergio Martínez], para proponerme venir a la Capital, porque todo aquello era en La Plata. .. Las bandas de amigos lo que tienen es que no todos saben tocar, y entonces llega un momento en que siguen los que realmente tienen una ambición musical. Yo entretanto hacía cine con Guillermo, el hermano de Skay, pero de pronto él se va a buscar dinero a una empresa de la familia en Venezuela para comprar unas máquinas más importantes para rodar. Por algún quilombo cambiario, se queda medio atrapado, tratando de sacar adelante esa empresa constructora.
¿Qué hacías vos en esas películas?
Eran películas en súper 8, o 16 mm. Yo siempre hacía los libros, en algunas también actuaba.
¿Tenes copias de eso?
Tengo algunas copias berretas. Guillermo tenía material, pero tampoco sé si habrá hecho la transformación a otro formato, porque, si no, ya deben estar hechas mierda. Yo lo tendría que haber hecho.
Pero bueno, Guillermo Beilinson se queda en Venezuela y vos te abocas a los Redondos.
Claro, hay una decisión menos colegiada. Ya somos sólo nosotros tres, y la aventura de venir para acá implica cierto orden y también empezar a ver el asunto de producir e intentar que sobre un dinero para seguir produciendo, porque todo era muy costoso: nosotros estuvimos ocho años antes de grabar el primer disco; grabamos en el 84 y estábamos desde el 76. Y bueno, queda una inercia de buscar variedades, pero en vez de que sean amigos que hacen payasadas, salimos a recorrer la noche de Palermo e invitamos a aquellos que sobresalían por algo. Así aparecen Enrique [Symns], Kiki Schwartz y montones de gente. Hasta que en un momento el rock’n roll entra a imponerse en la gente.
¿Recordás cuál fue ese momento?
Para mí hay un punto de inflexión en un show en que la gente se empezó a poner tan agresiva con Enrique que querían que se fuera a la mierda, porque habíamos hecho la primera entrada de rock & roll y estaban todos encendidos. Ya había muchos más pibes, no tanto este público bohemio de arquitectos, intelectuales, trolos, obreros portuarios. Para la monada, toda esa cosa estaba bien un rato, pero después…
Empezaba a impacientarse.
Sí, a Enrique le toca ésa, aunque él no lo quiera reconocer: la gente quiere que siga el rock &roll, no que haya alguien en el medio haciendo un monólogo. A partir de ahí nos queda claro lo que estaba prosperando, la gente nos va llevando a eso. Dijimos: «Bueno, esto es una banda de rock & roll». Ya no se trataba de una especie de troupe de talentos. Había un proyecto concreto. Con las entradas vendidas recuperábamos los gastos de sonido. Así y todo, insisto: nos llevó ocho años hacer un disco y en condiciones bastante precarias. Progresamos muy de a poco. Primero 600, después 1.000, 2.000, mucho tiempo después tres lucas en Autopista Center… Y después, sí, de pronto explotó, pero entonces ya estaba todo mucho más claro, íbamos detrás de eso.
¿Y siempre estuvo esa efervescencia del público?
Siempre nos fue bien en ese sentido, pero también es cierto que aquellos lugares se llenaban casi con los amigos. Entre amigos periodistas se corría la pelota, gente del ambiente, digamos, que era la que podía ir a un show un miércoles a las 3 de la mañana. Antes la gente era mucho más obediente respecto de los horarios: la gente que te encontrabas a la noche era gente de la noche. Hoy te encontrás a cualquier oficinista… El hecho es que yo trato de mirar hacia atrás, pero medio que el tiempo nubla todo. Pero aquí estoy, tratando de hacer un libro, encarando la vida con vigor, con satisfacción, ayudado por el paso de los años, que hace cosas saludables, también, como que se te vuelca más alcohol del que podes tomar… Ya casi no estoy bebiendo, tengo que parar de beber del todo.
¿Completamente?
No, completamente no, pero he corregido un poco las cantidades. He modificado algunos excesos que eran ya rutinarios, no explosiones de fin de semana, sino cosa de todos los días. A la tardecita me tomaba mis tres whiskicitos y, si pintaba, seguía de largo. Si eso se hace rutina, se convierte en una dieta medio destructiva.
Dijiste como al pasar que estás escribiendo un libro. ¿Cómo es eso?
La aparición del libro de Gloria me hizo pensar que podría escribir mis memorias. Mi autobiografía se llamaría algo así como Los recuerdos mienten un poco, como dice un poeta. Porque, si me pongo a pensar, esta historia tiene su atractivo, lo que pasa es que hay que atreverse a contar cosas que son delicadas. Hay un poco de marginalidad, hay un gran compromiso con experiencias no ordinarias, como saltearse el neocórtex, que son cosa seria, que implican una aventura muy íntima. Hay aventuras que son difíciles de transmitir, y pueden implicar equívocos, porque hay un montón de experiencias que nunca se volvieron a hacer de la misma manera. Tomarse una pepa hoy no tiene nada que ver con lo que significaba en aquel momento, de la manera en que uno lo hacía… Los productos provenían de centros de experimentación de universidades norteamericanas, era otra cosa… Así que creo que es preferible no dedicarse a explicar seriamente de qué se trató, porque se cae en la liviandad anecdótica y yo nunca viví las cosas como simples alcahueterías de la vida. La vida es una cosa que rápidamente me tomé en serio, fui un joven escéptico muy tempranamente. Cosas que pasan cuando uno lee pronto a tipos como John Dos Passos, Truman Capote, William Burroughs o Norman Mailer.
Entonces, ¿por qué tenes miedo de que todo eso suene anecdótico?
No sé. De cualquier manera, yo encararía mi autobiografía como El delito americano [título de una obra literaria que el Indio viene escribiendo hace muchos años; algunos fragmentos fueron publicados en las primeras ediciones de la revista Cerdos y Peces], una historia en la cual pinto esas aventuras pero… Yo no creo mucho en la realidad, entonces prefiero vehiculizar esas cosas a través de algún tipo de ficción. Y ahí sí me atrevo a describir la profundidad que tienen esas experiencias. Haría una especie de estructura que me la estoy debiendo hace rato. El delito americano es una historia muy compleja: transcurre en tres planos diferentes que se desarrollan en una clínica de salud, donde distintos personajes de la cultura rock van a curarse de la propia cultura, y ahí acceden a ciertas experiencias y estructuras de mundos futuros. .. Un ordenamiento de todo eso me llevaría por lo menos dos años, trabajando con regularidad.
Un punto siempre enigmático de tu biografía es tu relación con la militancia política. ¿Cuáles eran tus acciones concretas en aquella época?
Yo tenía una actitud medio petarda. Por mi manera de ver las cosas y también por estar influenciado por la cultura de la nueva izquierda de los Estados Unidos, vinculada a los yippies y todo eso. Acá era plena época de las organizaciones políticas, las juventudes; pero uno no veía la política ahí, veía la política desde otra mirada, sabía que no iba a llegar a la Casa Rosada y lo que estaba pasando era que nos iban a matar a todos. Entonces, como uno ya no se comía ni un rosco, porque te avivaban giles de otros lados, me acuerdo que quería que se desarrollaran acciones del tipo de las que yo sabía que llevaban adelante Jerry García o Ken Kesey con los «pranksters»: poner ácidos en los cuarteles, hacer quilombo, no simplemente reunimos todos a meditar, sino conmover de alguna manera con nuevas herramientas, escapando un poco al control, hacer zozobrar lo establecido.
¿Qué edad tenías?
Era muy joven, vivía solo desde hacía tiempo y no era tan frecuente en esa época que alguien tuviera una casa. Entonces mi casa se terminaba transformando en un lugar al que traían una máquina para hacer panfletos que se habían afanado de un colegio… Terminaba pasando todo en mi casa, y se hacían reuniones, pero yo, de la misma manera que después viví la bohemia, veía todo ese circo mágico como un atractivo para mis intereses personales, que era construir una visión estética de ese momento. Pero, como tenía ese lugar, venían los porongas del siloísmo [seguidores de Silo, líder político-espiritual] que había en La Plata. Pero en esas reuniones también estaba Federico Moura, por ejemplo. Qué sé yo, los freaks de La Plata estaban en cualquiera de esas batatas. Después todo se fue desvirtuando, simplificándose para atraer a las masas, que no entendían nada de Ouspensky, de Gurdjieff, y ahí dejó de interesarme.
¿Y qué acciones concretas hacían?
Hacíamos algunos operativos que eran para llamar la atención, como tirar algún combustible en la fuente de La Plata y que se prendiera fuego. Ese tipo de acciones que no eran acciones cruentas, pero que seguían la idea -como uno fue descubriendo con el tiempo- de que es más fácil contaminar la cultura que tomar el poder. De movida porque éramos gente que no creía en la toma del poder, sino en la difusión del poder. La carrera a la Casa Rosada nos resultaba disparatada, lo que uno quería era hacerles ver a los jóvenes las contradicciones del sistema. Una idea que, creo, estuvo presente después en la obra de los Redondos.
Hablando de los Redondos y yendo a algo mucho más inmediato, ya dijiste que los shows en La Plata van a tener muchos hits de la banda…
Yo no estoy muy contento por el modo en que se fue diluyendo esto de los Redondos, creo que uno quedó debiendo algo; pero, bueno, en este baile hacen falta tres. Así que me preocupé en no aggiornar demasiado los temas, por ahora creo que la gente quiere escuchar las canciones lo más parecido a lo que eran y me debo un poco a eso. Todo suena más power porque hay dos guitarras y a mí me gusta todo más overloadeado, mientras que a Skay le gusta todo más deán; pero los arreglos están casi todos respetados. En principio, porque tanto Skay como yo somos muy melódicos, pero se nota que hay algunos solos más frenéticos, muchos contrapuntos de guitarra, tensiones armónicas.
¿Tenes ansiedad de volver a subirte a un escenario después de casi cinco años?
La verdad es que tengo la tranquilidad de no saber dónde estoy parado. De hecho, a mí me han convencido de hacer estos dos estadios. Más allá de eso, hay cosas de las que me cuesta hablar, porque parece que uno fuera un quejoso, pero hay unas corporaciones que manejan el negocio del rock y tienen un montón de medios para joderte la vida cuando uno decide no asociarse. Por ejemplo, uno quiere alquilar techos y ellos te ganan de mano para que vos no los tengas en tu show, aún cuando no los necesitan. Cada vez está peor. Ya lo habíamos sufrido con los Redondos, pero hoy, cinco años después, el mercado está muy captado por grupos que manejan revistas, radios, estadios, el coverfield, las luces. .. Tienen todo. Esto me hace malasangre, porque una cosa relajada como debería ser un espectáculo, termina dejándote con el culo a cuatro manos hasta último momento. Pero bueno, allá vamos. Yo tengo como máxima no esquivar las trampas. Creo que el ajo está en las trampas que la vida te pone. Quizá todo esto provoque un cambio en mi actitud artística, un cambio que me permita volver a los lugares que a mí más me gustan: teatros, lugares más chicos.
¿No te tentó asociarte a una corporación para coproducir el show?
Mira, me ofrecían, antes de empezar a charlar, una cantidad de dinero muy atractiva, pero el hecho de no querer evitar las trampas de la vida no significa que tenga que andar como un boludo ensartándome en todas. Probablemente llegue el momento en que esté muy cansado de remar y me den ganas de decir: «Yo me llevo toda esta torta sin hacer una mierda». Pero a la larga no hay nadie que defienda tu número como vos. Y, en definitiva, yo digo cosas en las letras de las cuales después tengo que hacerme cargo. No creo que uno pueda decir cosas alegremente y de pronto tener una vida que no se corresponda con eso.
¿Y asociarte a una corporación implicaría una traición?
Sé que, en definitiva, todo depende de cuánto te apoye la gente. Los míos son caprichos que tienen que ver con cosas que he diseñado a través del tiempo. A mucha gente le pareció que no estaban mal; lo difícil es defenderlo en tiempos en que nadie lo hace, ¿no?. Pero no sé si a todos los músicos les gusta estar fichados en las corporaciones, y que les digan cuántas horas de estudio tienen, quién va mezclar, que se queden con sus masters… No sé si les gusta eso.
Bueno, firmar con una compañía no implica necesariamente hacer todas esas concesiones.
Claro. Yo sé que no tendría ese inconveniente, porque si el día de mañana ficho con Pop Art o con cualquiera, nadie me va a venir a decir qué es lo conveniente, porque lo conveniente son las canciones que yo hago, o la manera que tengo de ser ingenioso o atractivo. Ellos lo que quieren es formar parte, llevarse un pedazo, no les interesa el arte. Desde esos escritorios, deciden meter la cuchara cuando creen que pueden mejorar la comerciabilidad de alguien, y entonces le imponen maneras de comportarse. Nadie le va a decir a Soda Stereo qué tiene que hacer, porque ellos venden por sí solos. Ahora bien, mi actitud recoleta no implica que no entienda que hay músicos que para estar en el ajo tienen que salir de noche y mostrarse, porque forma parte de promover lo que son. Yo no lo he necesitado nunca, pero no juzgo a aquellos que lo hacen. Yo digo por qué a mí me interesa liberarme de las corporaciones, pero a veces no podés hacerlo de otra manera, por ahí no te interesa hacerlo de otra manera. A muchos les gusta tener todo servido, comerse un sanguchito, tocar una teta, darse un virulo, subir, tocar e irse a su casa. Por ahí ganaste menos plata, tal vez la trascendencia que tiene el evento en función de que no sostuviste la idea con bases más importantes se termine pagando en algún momento, pero por ahí vos no tenes ganas de involucrarte en otra cosa. Yo lo he hecho siempre así y por el momento sigo haciéndolo porque para mí es la mejor manera. El tiempo me ha demostrado que mal no me ha ido, ¿no?
Sabemos que tenes varios discos en preparación, o al menos proyectados…
En principio, necesito hacer urgente otro álbum, porque me están apretando como cincuenta, sesenta canciones maqueteadas. Así que primero voy a hacer un álbum mío, propio, probablemente en abril. Como dije, yo en el verano no trabajo, por el calor. Me gusta estar en la pileta, boludeando. Así que en abril haré un par de shows y grabaré antes de parar un año. Lo tengo decidido.
Tenes pensado un disco de versiones, también…
Sí, se trata de canciones de toda la cultura rock. Lo que pasa es que mi inglés es medio de restorán, de hoteles y de shopping, así que tengo que revisar las letras de los temas que elija, como «Trufas en el Savoy» [«Savoy Truffle», del Álbum Blanco de los Beatles] o alguno de Zappa. Mi intención es traducir las letras, tratar de meterme en los nervios de la canción. Lo que pasa es que hay veces que me enamoro de las canciones y, de pronto, cuando les presto un poco de atención, resulta que la letra es media pedorra.
¿Ese sería un álbum posterior?
Mira, de movida tengo bastante tomado el tiempo, porque probablemente, si las cosas salen bien, lo que voy a hacer es la producción de la grabación del show. Lo voy a grabar y, si quedó más o menos bien, lo voy a coproducir y sacar, y después vendría el álbum mío.
¿Y qué hay de ese disco en colaboración con otro artista?
La libertad que tengo en este momento hace más factible que algunos músicos amigos piensen que podemos hacer cosas en común. Por otro lado, este trabajo que he hecho me ha acercado más a los músicos, que en muchos casos tenían cierto preconcepto por la elementalidad de los arreglos y de las canciones de los Redondos, que en muchos casos eran rocanroles bastante llanos. No estoy desvalorizando eso, simplemente tienen otros valores, otras virtudes que no son el gran despliegue de arreglos y chiches. Este trabajo que he hecho les ha despertado mucha curiosidad a músicos que pensaban que uno era bastante más elemental.
Entonces, ¿cómo sería?
Bueno, que haya un plan no significa nada, porque hemos visto gente que tenía muchas ganas de hacer cosas en conjunto -el caso Spinetta y García, por ejemplo- y después están las personalidades, quién se pone al servicio de quién. Yo soy bastante nazi en ese sentido, me cuesta formar parte de proyectos y repartir las razones. Así que esas cosas habrá que verlas. Si no sale ese tercer proyecto, quizá podemos ver de qué manera nos llevamos para hacer el anterior, el de las versiones; de todos modos, la idea para el año que viene es trabajar fuerte en el estudio, no para que salgan un disco atrás del otro como se fueran chorizos, sino para laburarlos y poder dedicarme nuevamente a tocar, si la salud me lo permite.
Cuando hablamos de un músico amigo, ¿debemos pensar particularmente en Andrés Calamaro?
No, yo no quiero dar nombres, porque es como generar expectativas y de aquí a un año no sé qué puede pasar. Con Calamaro tengo una relación muy amable, y es probable que en algún momento quiera hacer algo con él porque me gusta la lírica que desarrolla. Yo me manejo más por cómo me llevo con la gente; Andrés es un tipo que me cae simpático y con el que puedo andar boludeando y bartuleando toda la tarde. Eso siempre ayuda. Como dije, también tengo mi carácter, por eso Skay decía que se había liberado de algo cuando decidimos parar los Redondos. Pero hay otros músicos que me han mandado últimamente sus trabajos, y algunos son atractivos.
¿Quiénes te gustan?
Hay trabajos de Samalea que para mí son estupendos, porque además tiene la suerte de tener amigos músicos muy capos que le dan una mano, como [Fernando] Kabusacki. Después vi por televisión a Bajofondo Tango Club, y el directo me impactó muchísimo. Todos los ensayos de tango electrónico que había escuchado me parecían medio pedorros, como fusiones forzadas. Pero el vivo de Bajo Fondo me impactó. También me gusta la Pequeña Orquesta Reincidentes, esa cosa medio Nick Cave que tienen. No encuentro mucho más. Hay artistas, y no voy a dar nombres, que están demasiado preocupados en ser artistas existenciales, es más lo que generan mediáticamente que estéticamente… Son muy desprolijos, no se preocupan por producir, yeso la verdad que me embola. En general, creo que todos están tocando mejor, incluso bandas hiteras como Attaque 77, por ejemplo. Creo que la cultura rock es más pobre en la generación de novedades, pero la exigencia industrial ha hecho que todos suenen mejor.
Es un momento bastante comunitario del rock. Las bandas se mezclan mucho en festivales, Calamaro es todo un caso al respecto…
Sí, para mí ése es el problema que tiene Andrés, que es como una novia que nunca es del todo tuya, porque al mismo tiempo que te está besando a vos lo está besando a Litto Nebbia… Bueno, qué va a hacer, es así, es sociable. Yo nunca lo extrañé más que en estos cuatro, cinco años en que había desaparecido. Ahora toda la gente lo volvió a querer y él está volviendo a su sociabilidad. Yo lo prefiero cuando no es tan sociable, pero es su personalidad, bienvenida sea.
Vos sos justamente todo lo contrario.
Sí, creo que debe ser entretenido conocer a otros músicos, pero bueno, yo no soy un tipo muy sociable, y además creo que las estéticas deben ser defendidas a ultranza, no creo en mezclar climas y emociones. Esa cosa que primero tocan los Pericos y después viene cualquier otro. Me gusta que la estética de una noche esté pensada para un grupo determinado y que esté todo en función de ese espíritu. Yo creo que eso ha hecho que una banda de culto como los Redondos se transforme en masiva. El respeto por la estética propia hay que defenderlo en todos los rincones. Lo que digo siempre: cuando uno firma cheques con la boca los termina pagando con el culo.
Así que ahora estas encima de todo lo que implica la organización del show…
Sí, la escenografía, por ejemplo, la está pintando un profesional del teatro. Pero el diseño básico corrió por mi cuenta. Lo mismo con respecto de las luces: tuve que explicar al detalle qué es lo que quiero.
Inclusive te metiste en el negocio del merchandising, por primera vez.
Vamos a permitir que se vendan las remeras dentro del estadio. No son de ninguna marca, pero tampoco es un negocio mío. Lo he concesionado. En un momento me dije: «No voy a ser tan boludo, voy a fabricar remeras también para aprovechar esa ganancia». Y de pronto aparecieron unos pibes colgados de aquella reja con unas remeras muy bien hechas, con la estética del disco. De todos modos son cifras de tendero, que suman algo pero que, cuando uno está preocupado por los miles de dólares que cuesta la producción de un espectáculo, son apenas un plus. En fin, me estoy transformado en una especie de Mick Jagger, un tipo que no sólo hace de músico, sino también de productor y mete la cuchara en todas partes.
EL INDIO, CAPO DE LA PLATA
Para sus primeros shows como solista, luego de cinco años sin pisar un escenario, el Indio Solari eligió una doble fecha en el Estadio Único de La Plata, con capacidad para 48.700 espectadores. La coproducción del evento, especialmente en materia de seguridad, correrá por cuenta de El Chakal, productora responsable del Baradero Rock y de muchos espectáculos de rock y folclore masivo en el interior del país (de Bersuit a Los Nocheros).
La compañía comenzó en 1996 como un proyecto de los hermanos Matías y Marcos Peuscovich (de 35 y 32 años, respectivamente), dos platenses que abrieron una rockería y con el tiempo comenzaron a organizar recitales de mayor capacidad. «Los chakales» tienen una política de organización acorde con la estrategia histórica del Indio: baja presencia de los sponsors, políticas de seguridad no represivas. En los shows en el Único habrá involucrados 650 miembros de seguridad privada y unos 250 efectivos de la Policía Bonaerense. Al cierre de esta edición, según fuentes de la organización, se llevaban vendidas más de 50 mil entradas anticipadas.
