Los Redondos: el final del juego

Nota publicada antes de los shows de River, cuando se presuponía que serían los últimos shows de los Redondos.

Diario Página 12, marzo de 2000. Textos de Fernando D’addario

Desde la mirada de un típico treintaypico porteño (y ex militante rockero, como tantos), una rara sensación de nostalgia anticipada y resignación pragmática surge inevitablemente cuando se piensa en el futuro de un rock argentino que prescindiría de ese ritual conmovedor (y para muchos peligroso) puesto en escena durante veinte años por los Redonditos de Ricota y su gente. La nostalgia casi nunca es pragmática, empalidece frente a la realidad: para muchos, la vida sin los Redondos no será igual.

Esta conclusión prematura y racionalmente temeraria no incluye a los que se perdieron el tren ricotero, es decir, los que por cuestiones ideológicas y/o musicales nunca se subieron, los que se bajaron por propia decisión cuando vislumbraron el aluvión zoológico que se les venía, y los que fueron bajados de prepo por la edad, la erosión de los sueños o los palos policiales.

Porque los Redondos, más allá de ser (una simple opinión de este cronista) la mejor banda que haya dado el rock en la Argentina, se convirtieron en una suerte de espejo en negativo de la escenografía cambiante que los rodeó en las últimas tres décadas. A fines de los ’70, cuando el «movimiento» rockero nacional fluctuaba en una más que ambigua resistencia a la dictadura, Patricio Rey prefirió buscar aire en los recovecos subterráneos, donde la música, las performances teatrales, y la simple subversión de juntarse surgían como un antídoto contra el terror. Los Redonditos se habían constituido en un ghetto de autodefensa colectiva y, paradójicamente, a medida que se fue abriendo el mundo exterior, ellos se replegaron bajo la protección de una coraza que protegió a rajatabla los anticuerpos generados durante los años de plomo.

Será por eso que su particular y discutible resistencia al sistema siempre fue heterodoxa y desconcertante. Inventaron una mística que los tuvo como únicos beneficiarios, incorporando a su tropa las esquirlas de todos los movimientos sociales que se les cruzaron. No compraron el placebo pop que surgió naturalmente con la primavera alfonsinista y mientras Miguel Mateos invitaba a tirar para arriba, concentraron –junto con Sumo– las expectativas frustradas de quienes, en los ’80, sufrieron y gozaron en los sótanos de la democracia.

Su ascenso, desde entonces, fue directamente proporcional al abismo que se fue abriendo en la cotidianeidad de sus seguidores. Será por eso, también, que su primer público formaba parte de una difusa clase media intelectual y comprometida políticamente y, paulatinamente –como el país– su base popular se fue pauperizando hasta convertirse en un anarquizado ejército de lúmpenes en busca de una verdad que exorcizara sus carencias. Aquella antigua (y pequeña) legión de rockeros que evidenciaba cierto tufillo snob hoy no va a ver a los Redondos. Algunos quizá sean funcionarios públicos, otros serán prósperos comerciantes o aburridos padres de familia. Seguramente muchos de ellos estarán próximamente en River. Sólo para dejar constancia de su pasado. De lo que ya no son.

Para los que se hicieron ricoteros al calor de la debacle menemista, en cambio, los Redondos son poco menos que una razón para seguir viviendo. Como Boca, River o Nueva Chicago, según los casos, y, también, como alguna vez lo fueron Evita y el Che. La política, en los últimos años, no fue demasiado generosa a la hora de alumbrar iconos a glorificar, dejándoles al rock y al fútbol la responsabilidad de monopolizar los sueños de toda una generación. Los Redondos, como grupo de rock, se mantuvieron inmutables (más allá de la inevitable «claudicación» de haber tocado en Obras, el templo de la Bestia Pop) en su principismo rígido (matizado, según las malas lenguas, con una lúcida especulación comercial) que fue desbordado por la realidad.

Los pibes dicen siempre que el de los Redondos «es un sentimiento inexplicable». Y tienen razón. Todo lo demás podría ser explicado con palabras. Podría argumentarse que con el fin del menemismo una banda como los Redondos tendría menos problemas con la ley y menos motivos para generar en la gente una rebeldía sincera, violenta, justificada por las circunstancias. Pero en las esquinas de Laferrere, Florencio Varela y Villa Soldati se vive diariamente otra realidad, inasible e inexplicable para la intelligentzia rockera y mediática. Una realidad que asiste con indiferencia a los recambios de gobiernos democráticos, porque de la democracia sólo conocen las razzias policiales y la desocupación vitalicia. Para esos pibes, la salvación terrenal está tan lejos (tan lejos como la mirada esquiva del enigmático Indio Solari), que necesitaron construir una religión. Después de los shows en la cancha de River, ya no podrán ir a su misa pagana.


Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s