El presente está encantador

Recital de Skay Beilinson (guitarra), con Javier Lecumberry (teclados), Claudio Quartero (bajo), Oscar Reyna (guitarra) y Topo Espíndola (batería). El sábado, en Scombrock, en José C. Paz.

Autor: Diario La Nación, 16 de mayo de 2006. Por Sebastián Ramos

Nuestra opinión: muy bueno

El tiempo suele regular a su antojo la memoria y el olvido, construyendo imágenes nítidas o difusas según la capacidad de interacción entre estas variables que parecen abarcarlo todo en el presente de la vida moderna. Allí, en ese juego interminable, adorable y vital, es donde mejor se encuadra el concierto que Skay Beilinson ofreció el último fin de semana en un local de José C. Paz, en la provincia de Buenos Aires.

Inmerso en un período de ausencia de los escenarios porteños (más de un año y medio), el guitarrista de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota encontró en este partido bonaerense un refugio donde atrincherarse a gusto y desde donde se permite seguir aceitando esa máquina en la que se ha transformado la banda, que ya no acompaña, sino que forma parte del todo artístico (situación que el mismo Skay reveló que se había trasladado también a la composición del nuevo material).

Cuando la figura lánguida, de anteojos y vincha reglamentarios, se encorva por primera vez en la noche del sábado sobre la guitarra que cuelga de sus hombros, la memoria, engañadora, dispara postales del pasado que quizá nada tengan que ver con lo estrictamente musical, pero que se adhieren visualmente apoyadas en las coordenadas espaciales y estimuladas por las temporales. Será la emoción, serán los recuerdos o las costumbres, pero lo cierto es que eso que alguna vez se autodenominó el espíritu de Patricio Rey parece estar más presente que nunca en los conciertos del guitarrista.

«Muy buenas noches, bienvenidos al show. Hoy les prometo un poco de felicidad, ja, ja, ja», canta Skay en elegante y cordial saludo inicial y durante dos horas se ocupará precisamente de ello. El público, de notorio recambio generacional y por lo tanto desligado del factor nostalgia, agradecido hasta las lágrimas, sin la necesidad de que esto sea una metáfora.

«No tengo patria ni tengo ley; no tengo nombre ni adónde ir, no tengo historia, no tengo Dios; ésta es mi gloria, mi cielo, mi infierno, mi suerte.» Skay vive aquí y ahora, y este infierno rockero bonaerense le sienta de maravillas. Esta banda que giró por el interior en los últimos doce meses recoge los frutos en escena y certifica aquella regla de oro del rock universal: una banda se hace tocando y se supera… tocando más.

De allí que nuevos arreglos para las canciones de ayer y de hoy se sucedan con naturalidad, en un grupo de músicos en constante búsqueda y, por supuesto, de allí también que el sonido de la banda le pase por encima de manera compacta a la audiencia enardecida. Definitivamente, por tozudez, potencia y justeza, este equipo juega en otra liga que el resto de los rockeros mortales.

A nadie extraña entonces que el engranaje y la comunión musical resulten tales, que les permitan a los músicos estrenar un tema del futuro tercer álbum de Skay, una situación en extinción dentro del aspecto más conservador del rock de acá. El riesgo como marca de fuego de un pensamiento que muta y se mueve, pero que se mantiene firme en aquella fundacional condición. «A navegar el abismo, a navegar el silencio, a navegar tempestades, con la proa en el Norte y la cruz en el Sur.»

Canciones del primero y del segundo disco («A través del mar de los Sargazos» y «Talismán») son coreadas como clásicos atemporales y el concierto apenas habilita un espacio para un puñado de himnos ricoteros (todos ellos en, una vez más, obligada versión trastocada, aggiornada por el tiempo y rápidamente reconocida por la memoria): «Caña seca y un membrillo», «Nuestro amo juega al esclavo», «Todo un palo», «El pibe de los astilleros», «Ji ji ji».

El tiempo es veloz y el show un abrir y cerrar de ojos. La memoria y el olvido bailan una danza peligrosa, pero feliz al fin, sin la necesidad de imponerse una sobre la otra, intercambiando sus roles de amo y de esclavo. En ese universo parece vivir cómodamente Skay arriba del escenario, sin traicionar su pasado (olvidándolo y recordándolo a su antojo), pero con el cuerpo y el alma apostados a un presente sin precedentes. Sí, claro, volver a ver a Skay en un espacio como Scombrock, es un privilegio y también un lujo de estos tiempos.


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