Los Redonditos de duelo por la muerte trágica del «Doce»

Así lo conocen los «fans» porque era docente. Fue quien cocinó los famosos redonditos de ricota que repartía en los recitales vestido de sultán.

Diario El Día (La Plata), 5 de febrero de 2002

Trágicamente murió el Doce, también conocido como el Sultán. El mítico hacedor de redonditos de ricota según una receta de la ecónoma Patricia Rey, que sirvieron para bautizar en los 70 al grupo más mítico de la historia del rock nacional, fue hallado a las 6 de la mañana del pasado 2 de febrero en su casa de Claypole, con su voluminoso cuerpo perforado por veinte cuchilladas. «Sin embargo, su cara mantenía una sonrisa», contó a este diario uno de sus familiares. Como si hubiera esperado la muerte, a la que parece haber buscado con ansiedad en los últimos tramos de su agitada vida.

El Doce o el Sultán en realidad se llamaba Edgardo Gaudini y el 10 de enero había cumplido 59 años. En momentos clave de su vida vivió en La Plata. Aquí fue profesor de Matemáticas, Física y Química en el colegio San Vicente de Paul y en ese tiempo participó del nacimiento de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. Posteriormente mantuvo programas en Radio Universidad en los que defendió enfáticamente los derechos humanos, sobre todo, en las cárceles. El último de sus programas fue «El pez náufrago». Todos lo que lo conocieron y aportaron sus datos para reconstruir su historia, lo recordaron con cariño. Desde ya su familia, el Mono Cohen, Ricky Bizzarra, Fenton, Claudio Cuartero. Sus familiares reconocieron que en los últimos meses había ingresado en una declinación demasiado parecida a la decadencia. Quizás, a causa de esa dura y prolongada enfermedad contra la que luchó a desgano.

DE PROFESOR DANDY A FAMOSO COCINERO

Edgardo, el Gordo o el Doce, escondía un pasado de dandy, algo que sonará a loco para quienes lo conocieron en los últimos años, con su parecido a Pavarotti, vistiendo descuidadamente y calzando una gorra deportiva. Pero fue así. «Era un adolescente muy lindo y se cuidaba mucho al vestir», acotó su hermana. Era muy lector y un apasionado por el cine como buen hijo de aquellos años. Oriundo de Lomas de Zamora, cuando terminó el colegio industrial ingresó a un profesorado de Matemáticas, Física y Química. Al recibirse empezó a trabajar como docente en el Otto Krause de Buenos Aires y al poco tiempo, en el San Vicente de Paul en La Plata. Fue entonces cuando se mudó a Gonnet y su vida dio un vuelco total.

En Gonnet conoció a los hermanos Beilinson, a Solari y a Fenton, sus vecinos que tenían un taller de estampado de telas y ropa. Gran cocinero y excelente anfitrión, se hicieron amigos y el Doce, que fue bautizado así porque se presentaba como «docente», se hizo vendedor de esa ropa. Según cuentan, una de sus especialidades culinarias fueron unos buñuelos pequeños de ricota, redonditos, que había extraído de un libro de la ecónoma Patricia Rey. Buñuelos que terminaron bautizando al grupo que en esos momentos, estaba en plena gestación.

Se lo recuerda disfrazado de Sultán repartiendo sus redonditos de ricota en los míticos recitales del teatro Lozano. Esa es la imagen que trascendió y por eso los devotos fans del grupo de Skay y el Indio, lo recuerdan como el Sultán. Cuando tenía la audición en Radio Universidad, llegaban los pibes ricoteros para verlo detrás del vidrio del estudio. A la salida le pedían autógrafos y él incluso llegó a incorporarlos a la audición, improvisando un tema para darles voz.

Como contó alguno de los entrevistados, «de aquella época uno a uno fuimos sacando los pies del plato». Quedó la formación actual y los demás siguieron cada uno su camino, tal como se los pintó la vida. Al Doce no le fue bien, según contaba. Tuvo algunos problemas con la ley, como dirían en una serie norteamericana que lo llevaron una temporada a la cárcel. Y allí aquél dandy, el Doce que enseñaba Física, Matemáticas y Química, el exquisito cocinero de redonditos de ricota, se topó con otro mundo, feroz, con sus propias leyes. La marginalidad, la exclusión. También el manejo autoritario, el maltrato. El otro mundo le propuso otra vida.

Salió de la cárcel conmovido. Fundó junto a otros, una institución de defensa de los derechos humanos para los presos comunes. La marginalidad comenzó también a seducirlo. Empezó a investigarla. A trabajar en eso. Se vinculó con los medios. Empezó a escribir, a colaborar, a hacer reportajes, notas. Llegó a la radio y abrió una columna para que se expresen los de adentro, los que no tienen voz en el afuera. Empezó a leer las cartas que le llegaban desde los presidios. Toda esta experiencia la fue volcando en dos proyectos, dos futuros libros. Uno sobre marginalidad y cárcel y el otro, sobre la sexualidad entre los marginales. Libros que no terminó.

La relación con los Redonditos siguió en el terreno afectivo. El Doce iba a algunos recitales, lo hablaban. Cuentan que cuando tuvo otro problema judicial que no terminó en cárcel, le enviaron al abogado de ellos. Contaba su historia sin problemas, pero entre aquella vida cuando entre todos parieron al grupo y hoy, los caminos no eran los mismos. Siguió siendo un redondito. Incluso se ponía las remeras que le regalaban con la imagen del Indio. Pero tenía otros intereses.
«Es como si la temática que abordaba e investigaba se hubiera ido adueñando de él», acotó un amigo. Poco a poco el Doce se fue alejando de todos. Un tiempo vivió en San Clemente y cuando alguien lo visitaba, sacaba a relucir sus dotes de chef. Rescataba el sentido del humor que lo había caracterizado siempre y volcaba la sabiduría aprendida en sus tantas lecturas, pero también en esa pelea continua contra la vida, en la que recibió golpes demoledores.

Cuidó a su mamá hasta que murió y se mudó a la que había sido su casa paterna en Claypole. Solo, con nuevos amigos surgidos de los ambientes que investigaba, frecuentaba y que terminó perteneciendo. Uno de esos amigos lo mató despiadadamente la madrugada del 2 de febrero. Ese ambiente se había convertido en su vida. Y también fue su muerte. En la memoria de quienes lo quisieron entrañablemente, que fueron muchos, quedará su imagen de Pavarotti cocinando exquisiteces, su agudo y afilado sentido del humor, su compromiso con los olvidados y desde ya, sus recuerdos cuando una noche platense se vistió de sultán y repartió los redonditos de ricota en lo que fue el nacimiento de un rito al que el Indio dio voz y Skay le puso música.


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