Hacen cuatro o cinco recitales por año en el interior. Hasta 10.000 personas viajan para verlos y conviven sin pelearse durante días, transformando las localidades en ciudades pacíficamente tomadas. Después de casi tres años sin presentarse en la Capital Federal, los Redondos son un mito cada vez más grande.
Diario La Nación, 14 de diciembre de 1997

La Pampa está pariendo. Por estos días los ombúes patrios cosen con puntadas gigantes los bordes de la historia más brava. Pasen. Abran el telón y enfoquen esa luz sobre el escenario. Ahí está el Rey. Véanlo. Tiene mil cabezas. Saluden, porque ésta es su historia. La Historia del Rey Patricio o de Patricio Rey y de sus cientos de miles de Redonditos de Ricota. La historia que comenzó hace más de veinte años, cuando nadie sabía que las pampas argentinas se iban a ver sacudidas por las huestes de los crotos de corazón, las huestes del rey de ricos y humildes de razón luminosa, rey que
reina sobre la nada y tiene la magna aspiración de la libertad.
Esta es la historia de la pasión. Y es también la historia de la furia.
Empieza en Francia. Acontecía marzo del 68 y un testigo platense, hombre-musico llamado Skay Beilinson, estudiaba allí cuando lo deportaron a Londres y después a la Argentina, y recaló en La Plata. Por esta tierra corría la dulzura hippie del amor, la no violencia, la vida en comunidad. En La Plata brotaba como un hongo la experiencia comunitaria fundada por el artista plástico Ricardo ‘Mono’ Cohen (hoy Rocambole), llamada La Cofradía de la Flor Solar. En esa ciudad arrasada por universitarios y hippies, Skay conoció a una estudiante de teatro, Carmen Castro, Poliya, Poli, la negra Poli. El primero de los infinitos movimientos para que todo se pusiera en marcha había acontecido. Corría 1969. A Poli todavía no le decían La 9 mm. Todavía a nadie se le había ocurrido bautizarla como la ingeniera psíquica de la banda de rock.
«En el 70 nos fuimos con Skay y otros cinco para la costa -le contaba la Negra Poli a la revista Cerdos y Peces cuando la historia ya formaba parte de la historia-, recalamos en Pigüé, a orillas de un río, en el medio del campo, los muchachos hicieron una choza y ahí vivíamos. Ellos salían a cazar con arco y flecha y los lugareños nos regalaron una vaca que nunca pudimos ordeñar. Tres años vivimos así, juntos. Si faltaba uno, los otros no podíamos dormir. Después vivimos en Tolosa, en una casa con álamos plateados que llamábamos La Casa de la Luna. En esa época conocimos al hermano John, un yogui sudafricano que venía caminando desde Estados Unidos. Skay y los otros laburaban: hacían jardines, arreglaban electrodomésticos. Mi rol fue siempre el de reunir y nutrir. Siempre intenté que el hombre no esté solo: sufre mucho»
Poli, la gran Virgen inmaculada que pasa por el rock sin quemarse, hoy es manager, representante, agente de prensa y organizadora del grupo que el azar dio en llamar Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
Solari compara a las bandas de rock con las de ladrones. «El asunto sólo puede salir bien si el que hace de campana te ayuda»
Otro hombre-músico llamado Carlos Solari, asiduo lector de comics y de Jack Kerouac, habitaba por esos años en la espumosa Valeria del Mar. Le decían El Indio. Tenía un taller, El Mercurio, en el que hacía estampados en tela. Era amigo y socio de Guillermo Beilinson (hermano de Skay), cineasta con el que había escrito el libro de la película Ciclo de cielo sobre viento. Componía y tocaba canciones en la guitarra. Se cruzaba cada tanto en la playa con Leopoldo Marechal y le gritaba «Cuídese de mí, Leopoldo, cuídese de mí».
Conocía, a través de Guillermo, a Skay, Poli, el Mono Cohen, el Gran Combo hippie de aquella época. Todos ellos en gran batida psicodélica se reunían por los sótanos platenses, juntando guitarra y voces.
Primero fueron las canciones. Así empezó todo. Con Mariposa Pontiac, Perro dinamita, Maldición, va a ser un día hermoso, Un tal Brigitte Bardot. Juran los que escucharon que por entonces la voz del Indio Solari era mucho más aguda. Un chirrido enervante como vidrio en las muelas. Eran hippies, tenían veinte años, un día decidieron que ya estaba bien de tocar la guitarra bajo los sauces y junto al río. El escenario del teatro Lozano de La Plata fue el primer testigo de su caos impensado. En ese escenario el embrión se unió con fuerza. Veinte personas en escena que cantaban, recitaban, bailaban, se disfrazaban, se desnudaban. Un profesor universitario llamado El Docecocinaba y repartía buñuelos de ricota entre los presentes. Porque tenían amigos en Salta, creyeron que era buena idea trasladar su diversión a la provincia del norte. Compraron pasajes y bautizaron al grupo Patricio Rey y
sus Redonditos de Ricota.
Patricio Rey era alguien que no existía demasiado y que los representaba bien, una entidad licuada con la personalidad de todos. El nacimiento del rey fue casual y epifánico. El periódico de Salta anunció el advenimiento del niño: «Patricio Rey llega a Salta. Se trata de una banda de universitarios platenses que hacen música en sus ratos de ocio». Pero Patricio Rey mostró los colmillos. Dos de los universitarios ociosos (Fentom o la Oruga Manisera y El Ñandú) fueron presos por agarrarse a golpes en la plaza principal de Cafayate en estado de completísima ebriedad.
El guitarrista Ricardo Meyer decidió no regresar con el grupo para visitar a su padre. El auto en el que viajaba se desbarrancó entre Salta y Jujuy y él y su padre murieron. Entonces Patricio Rey empezó siendo eso: una amalgama de sustancias brillantes y oscuras, dulces y amargas. Una confusión tan vacilante.
En 1976 Poli y Skay se fueron a trabajar a Salta en la producción del poroto y el grupo volvió a encontarse sólo en 1978. En ese año decidieron mudarse a Buenos Aires. Debutaron en el Centro de Artes y Música. Fue lindo. Muchos personajes en escena, mucha música. La bailarina Monona se desnudó, las chicas del Ballet Ricotero se vistieron según el Mono Cohen y los dueños del lugar suspendieron a grito pelado la función prevista para el día siguiente por haber transformado el Centro de Arte y Música en un cabaret. La Negra Poli se plantó en la puerta del teatro con un cartel que rezaba «Patricio Rey prohibido», con la misma convicción que si se tratara de los Rollings.
«Una banda de rock es como una banda de chorros -asegura el Indio Solari-. De la única manera que este afano puede salir bien es que el tipo que está de campana tenga los mismos intereses que vos. Esa es la justificación para no apartarnos más allá de nosotros tres. La Negra hoy es capaz de armar
shows en estadios, pero en algún momento lo que más tenía para dar era el hecho de que tanto Skay como yo durmiéramos con los ojos cerrados.»
A pesar de los cambios en la formación del grupo, Poli, Skay y el Indio fueron la pasta base de la banda, siempre. Skay, el guitarrista silencioso al que todos le adjudican ser el compositor de peso; El Indio, cantante de voz nerviosa; y Poli, la mujer que armoniza los espíritus arriba y abajo del escenario. «El ejemplo que damos es que esto es un sulky – le decía en 1988 el Indio a la revista Cantarock- El sulky viene con tres personas (Poli, Skay y yo) y no va hacia ningún lado en especial. Vamos yendo para donde sople el viento y cuando hacés subir a otra gente al sulky seguís sin ninguna dirección. Si alguien piensa que es mejor ir al sur en vez del norte, bueno, los más viejos tendrán que pensarlo con más tiempo hasta convencerse. Pero a veces hay gente ansiosa que espera un sulky o una motoneta, o lo que venga, y quiere sacarte el látigo para ir a otro lugar.»
Las consignas estuvieron siempre más claras que la dimensión o la dirección del grupo: independientes, sin sponsors, tocando como banda única, de noche, sin mucha prensa y con un no absoluto a la televisión. Sin embargo, en 1981 participaron en un recital organizado a beneficio de la revista Pan Caliente en el Club Excursionistas. Estaban también Lito Nebbia, León Gieco, Celeste Carballo y Los Abuelos de la Nada. Aquella noche Monona, la muchacha del streap tease, se desnudó mejor que nunca: una malla transparente sobre su carne dulce. Dos policías de la Federal se le vinieron encima a Poli y le dijeron «O bajan ustedes o subimos nosotros».
El público hervía en su mejor temblor.
Por esa época, un pelado de voz terrible fatigaba los escenarios de Buenos Aires. Luca Prodan, cantante de Sumo, fue una vez Luca Prodan, cantante de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota.
«Pobrecito -suspiraba como una abuela Poli a la revista Cerdos y Peces-. Luca era tan chiquito en esa época. Yo lo quiero mucho a Luca, fue mi gran amigo. En un festival de GEBA el Indio no fue y yo lo invité a Luca. Cantó Mejor no hablar de ciertas cosas, Para Monona Mambo y Blues de la Libertad. No nos pagaron, todo mal. Pero él estaba contento. Tenemos algunas cosas grabadas con Luca.»
El Indio Solari consiguió trabajo en un hogar de niños en Buenos Aires. Habían grabado cuatro temas en un demo que daba vueltas por las FM porteñas y que incluía Mariposa Pontiac, Nene, nena, Superlógico y Pura suerte. A las presentaciones -por lo general en el teatro Margarita Xirgu- se sumaron los monólogos del periodista Enrique Symns, los coros de las Bay Biscuits (Vivi Tellas, Fabiana Cantilo, Isabel de Sebastián). La voz crispada del Indio cantaba Yo no me caí del cielo, Criminal mambo, y la gente enloquecía. El hombre pelado, delgado, elástico, magro, discreto, que había leído a Truman Capote a los diez, que había inicido un curso de Bellas Artes del que lo echaron por orinar en el salón («no me dejaban salir»), que supo tener dos perros en Valeria del Mar (Saturno y Nambulú), el nómada feroz, se empezó a quedar en Buenos Aires. «Nosotros hemos sido tipos de abandonar departamentos enteros -contaba a la revista Vos-, con cosas adentro, porque te vas a hacer una cosa que es más importante para vos que es estar en pelotas, comiendo harina de maíz mal cocinada con una concha de almeja, en un lugar con gente que amás.(…) Siempre se ha pensado de este grupo que somos una especie de idealistas o kamikazes que ponen todo en juego, y no es así: lo nuestro son simples negocios del corazón. Por eso le decimos a la gente que eligiendo por sus propios negocios del corazón quizás les pueda ir bien».
Empezaba la democracia. El Indio Solari era columnista de la revista Cerdos y Peces. Durante la campaña electoral, los Redondos participaron de un recital en Parque Lezama por los derechos humanos que proponía a Augusto Conte, candidato a diputado por la democracia cristiana. Pero el Indio, testarudo, caprichoso, tozudo y fiel a lo que había prometido («no campañas ni festivales»), no cantó. Skay se hizo cargo de las voces esa noche. Y la noche anterior a la asunción de Alfonsín se presentaron en el teatro Bambalinas. Monona salió vestida con un uniforme militar. En los demás recitales se había desnudado parcialmente. En éste, el último, debajo del uniforme no había nada. Nada que no fuera su cuerpo desnudo, pintado de efervescente dorado.
En 1984 la banda era un culto underground. Ir a sus recitales era como ir a misa. Patricio Rey convocaba y acudían las legiones desangeladas detrás del rey sin reino.
«Con el tiempo he llegado a pensar que Patricio Rey es un pobre tipo que carga sobre sus espaldas todo aquello que nosotros no nos bancamos del rock -dice Solari-. Yo no lo he visto jamás. A veces es un calvo con un gran cigarro, otras veces un gordo tramposo, y otras un pobre nene necesitado de cariño. Siempre que hay alguien que de algún modo conmueve la rutina de nuestro espíritu, sospechamos que puede ser Patricio Rey.»
Sus letras, más que crípticas, contaban historias incomprensibles que chicos de Laferrère y Barrio Norte cantaban igualmente conmovidos. Ningún integrante de la banda quiso ni antes ni ahora dar explicaciones sobre las letras. Versos como: En ese film velado en blanca noche/ el hijo tenaz de tu enemigo/ el muy verdugo cena distinguido/ una noche de cristal que se hace añicos- eran coreados sin digestión previa por las bandas.
«Nunca hablamos de las letras. La poesía de una canción de rock está hecha para que pase a través de uno, y no para que uno diga que quiso decir esto y no lo otro», dice el Indio.
Hay una canción de los Redondos llamada Aquella solitaria vaca cubana. En ella muchos creen ver una alegoría de la revolución. La verdad es que la letra surgió cuando los Redondos leyeron que un pedazo de satélite había caído sobre una vaca que estaba pastando orondamente en Cuba y la había hecho pedazos. La ilusión requiere el precio de cierta ignorancia. Y, además, los chicos entienden.
Se aferraron a la bandera de la independencia y la autogestión, pero los productores se daban cuenta de que el grupo funcionaba más que bien. Ellos, con un fondo común de un porcentaje derivado de sus shows editaron en 1984 su primer disco independiente: Gulp.
«Aparece la posibilidad de rever las propuestas que nos han hecho distintos productores -explicaba el Indio a Gloria Guerrero en 1988-, pero llegamos a convencernos de que aunque nos ofrezcan mucho con respecto a regalías y todo eso, por más que llegues al arreglo de Julio Iglesias, si no vendés la cantidad que vende Julio Iglesias, el dinero que entra es poco para un LP. Entonces se te obliga a dedicarte a la explotación de todo lo que sos como producto, cosa que ninguno de nosotros tiene interés en hacer (…) No es seguro que la acción del productor nos lleve a vender más, pero sí es seguro que perderíamos ese público estrafalario que nos sigue, desde obreros portuarios hasta pibes punks, hippies recalcitrantes, intelectuales, trolos y otros.»
Los fanáticos de los Redondos y los de Soda Stereo no se llevaban del todo bien. En los recitales de ambos se cantaban consignas contra la banda rival. «Más allá de rivalidades, estoy convencido de que tengo muchos más puntos en común con los Soda Stereo que con el carnicero de la esquina», contemporizaba el Indio. La banda crecía, pero algunos integrantes de la banda empezaron a tener exigencias, y el dinero no sobraba. En un show en Azul, el baterista dijo: «No toco si no cobro». Y se fue. Tocaron con una demoníaca batería electrónica que nadie supo jamás cómo detener una vez puesta en funcionamiento. La siguiente formación de la banda es la que inaugura una etapa más pública: Piojo Abalos (batería), Tiro Fargo D’aviero (guitarra) y Willy Crook (saxo) más el Indio y Skay. Y Poli, claro.
El público empezó a desbordarlos. Después de Gulp, que se agotó rápido, llegó el disco Oktubre y, en 1988, Un baión para el ojo idiota. Y aquí podríamos detenernos. La banda cumplía doce años. La crítica musical los adoraba. Bueno, bonito, barato, feliz, placentero. El sueño estaba ahí. En la punta de los mágicos dedos de los mágicos músicos.
«Lo que más me apasiona es el público -confesaba Poli a Cerdos y Peces en 1989- esos chicos grandotes, esas pibas desesperadas por voltearse a estos viejitos. Las cosas que me gritan las pibas en la puerta del camarín: largá uno, Negra.»
Tocaban en Halley, Airport, Satisfaction, Cemento, Skylab, Palladium. Los chicos venían de lejos y no se resignaban a quedar afuera de la comunión. El único lugar mayor que ofrecía la Reina del Plata para que las bandas tocaran era Obras Sanitarias, pero los Redondos – que grababan en Del Cielito Records su cuarto disco, ¡Bang! ¡Bang! ¡Estás liquidado!- seguían diciendo que tocar en Obras no. Obras nunca.
«Como Obras es el lugar institucionalizado del rock, los tipos tienen su funcionamiento, que se da de patadas con uno – convencía el Indio en la revista Rock & Pop en 1989-. Ellos son los dueños y vos el número que esa noche va a hacer gracia. La seguridad la manejan ellos, y la guita la pasás a buscar otro día y no tenés a tu gente supervisando todo. Y una producción independiente como la nuestra depende exclusivamente de que nadie se coma la guita de la banda, porque seguir tocando y grabando discos depende del hecho de que no haya un tipo que esté derivando ese dinero para su interés personal (…) Nos producimos, alquilamos las salas para nuestros recitales, inventamos el arte de nuestras tapas… Cuando vos escuchás a los Redonditos, todo lo que está ahí es autentico producto Redondito. No hay nada que se ponga en el medio, entre nosotros y el público».
Pero hubo que ir a Obras. Todo lo demás quedaba chico. Así fue como Patricio Rey, rey contradictorio y contradicho, ser contrahecho y contradecible, llegó al escenario del establishment el 2 de diciembre de 1989. Desde ese año y hasta 1991 hicieron un concierto cada 45 días con el estadio repleto.
Antes del primer recital en Obras, en el suplemento El Tajo del diario Sur, el periodista Carlos Polimeni había publicado una pequeña nota titulada El silencio es salud, en la que recordaba cómo Solari había repetido los Redondos jamás tocarían en Obras: «Pero el sabado y domingo los Redondos tocarán en Obras y nada habrá pasado. Hace tiempo que deberían haberlo hecho, ahorrándole a su público las malas condiciones de seguridad de incontables sitios en que se desempeñaron en homenaje a su supuesta coherencia». Entre el segundo y el tercer tema del recital de la primera noche el Indio afiló su lengua: aferrado al micrófono en una de las raras ocasiones en que hablaba al público, lanzó un mensaje al periodista «yuppie, advenedizo, genuflexo, Carlitos del Sur, me cago en tu puta boca». Al otro día, la Negra Poli cayó por el diario con disculpas, discos, entradas. Pero el embrión de la cizaña ya estaba clavado.
Los Redondos siguieron adelante con el dogma de no tener dogmas. «Lo nuestro es mudar de dogmas -le contaba Solari a Gloria Guerrero- y no tener ideologías. Nunca dijimos que no íbamos a tocar en Obras, sino que en algún momento había allí una comisión directiva que manejaba todo a su voluntad.»
En diciembre de 1989 hicieron un festival en Obras al aire libre en el que las bandas saquearon un puesto de bebidas y panchos. Los Redondos suspendieron los recitales, pasaron a vuelo rasante por Parque Sarmiento pero regresaron a Obras. Y nadie, pero nadie, suponía que allí pasaría lo que pasó.
En abril de 1991 Walter Bulacio, ricotero habitante de Aldo Bonzi, no había podido entrar en el estadio para ver el recital y esperó en la puerta. Pero a las 22, el personal de policía de la comisaría 35 pasó arrasando y lo llevó detenido con cuarenta personas más. Doce horas después Walter Bulacio -en perfectas condiciones de vida hasta que lo detuvieron- empezaba su camino de entrada a la muerte en una ambulancia del CIPEC. Después de cinco días en coma, murió el 26 de abril de 1991. Aneurisma, dijeron. Golpes varios, dijeron también.
Y así se fue Patricio Rey a casa. Llorando por todo su amor derramado en un par de horas. Llorando, casi habiendo perdido su amor.
Los Redonditos de Ricota no participaron de las marchas, las sentadas, los recitales en repudio de la injusticia y la falta de esclarecimiento en torno de la muerte del chico. Difundieron un comunidado a través del programa radial Piso 93: «Los medios de información apelan a discursos efectistas que degradan los sentimientos. Por ejemplo, el repetir los actos de dolor porque la grabación lo exige (…) Por supuesto, estamos en contra de los edictos y la aplicación de leyes tan vagas y amplias que permiten arrestar a cualquiera en el momento más conveniente».
Polimeni, en el libro Los Redondos, de editorial AC, dice que «Solari y compañía, sencillamente, le esquivaron el bulto. No participaron oficialmente de las marchas que se organizaron pidiendo justicia ni de un festival multitudinario en Parque Centenario». El 28 de diciembre de 1991, en el festival número 17 ofrecido en Obras, el Indio Solari descalificó el libro y le ordenó al público que no lo comprara.
«No le debemos nada a nadie, ésa es la ventaja de ser independientes. Por eso nunca damos explicaciones. Para nosotros la opinión pública no existe», decía Solari.
Sobre la troupe de hermanos de las estrellas había pasado un viento frío. En algunos shows de Lanús y La Plata hubo detenidos, disturbios. En el imaginario popular y policial, un recital de los Redondos empezó a ser sinónimo de problemas. La banda se encerró en los estudios Del cielito a grabar su quinto álbum, La mosca y la sopa. Dos temas de ese disco, Mi perro dinamita y Un poco de amor francés, los llevaron al tope del ranking. Al Indio no le molestaba escuchar sus canciones junto a las de Luis Miguel. «Me gusta jugar al flipper, pero lo que no me gusta es ser la pelotita. Si estás adentro, sos la pelotita», aclaraba. Hacía seis meses que no tocaban en Buenos Aires. Por momentos Los Redondos parecían sus divinas majestades ejecutoras. Todas las baterías apuntaban contra ellos.
«Podíamos haber ido a las marchas, y ser muy bien vistos -decía el Indio a Vos- pero hubiéramos estado contribuyendo a la ignorancia de la gente: yo no estoy dispuesto a marchar junto a Varela Cid. A nosotros no nos interesa defendernos de las cosas de las que no somos culpables. En este momento, en el único lugar donde se lo recuerda a Walter Bulacio es en un recital de los Redondos. La pregunta que hago siempre es qué me impedía ir a la manifestación. Todo lo contrario: iba a quedar como un tipo solidario y qué sé yo».
Se presentaron en Autopista Center el 22 de noviembre de 1991. Tres funciones, 20 mil personas entre los tres días y el nacimiento de un canto que se mantiene: «Yo sabía, yo sabía, a Bulacio lo mató la policía». Hoy, en los recitales de los Redondos, la bandera de Aldo Bonzi es la más grande de todas. Los que forman la banda la usan de carpa, de vivienda, de grito.
En octubre de 1992 se presentaron en el Centro de Exposiciones. Arrastraron a 45.000 personas y editaron un disco pirata propio: En Directo, 12 temas para acallar a las fieras. Pero tanto ostracismo terminó por lastimarlos. Skay y Poli andan por ahí, pero El Indio Solari no aparece, no sale, no fue a ver a los Rollings, no fue a ver a Bowie. «Para mí, no hay lugar más cómodo en este mundo -decía a El Musiquero- que arriba de un escenario. La desgracia del seductor compulsivo es que seduce más gente de la que su corazón puede hacerce cargo. Me pongo mal cuando me tengo que hacer cargo del cariño de miles en la calle, en un restaurante, en el cine, cuando uno es uno y los otros son muchos.» Pero sabe que sus armas para cubrirse del asedio no sirvieron de mucho.
«Nosotros pensábamos que por no ir a la televisión – decía a La Nación- la sobreexposición no iba a llegar, íbamos a poder caminar tranquilos por la calle, sin que la gente fuera testigo permanente de todo lo que hacemos. Yo no me manejo muy bien con eso. Si no ponés una cierta distancia, tu día está ocupado permanentemente por un cariño que no podés censurar ni despreciar pero que es agobiador. Agobia que te llamen por teléfono, que vengan nenas que podrían ser tus hijas y te llenen de besitos el frente de tu casa.»
Vendieron más de un millón de placas de todos sus discos. Los recitales en el interior no se suspenden por lluvia ni por frío.
Y llegó 1993 con un album doble: Lobo suelto, cordero atado, 20 nuevas canciones. El 19 y 29 de noviembre de 1993 80.000 ricoteros se apretaron entre los brazos del estadio de Huracán dejando una recaudación del orden del millón de dólares. Las voces filosas los empezaron a acusar de ganar demasiado dinero.
«Nosotros gastamos mucho en hacer -decía Solari a la revista Humor-. Eso sí, no tengo que pensar en la guita. Estoy bien, me tomo un taxi, tomo un champagne. Esas cosas de la bohemia son fundamentales, como las deudas de juego: hay que pagarlas. Preferí siempre no pagar el alquiler, pero sí tomarme una copa. Disfruto de un buen vino, de cosas que conozco. Lo que no puedo disfrutar es estar en algún lugar haciéndome el chiche piruli. Soy un tipo que estoy mucho en mi casa, con mis cosas, componiendo, con mis teclados, con mi grabador, escribiendo.»
Volvieron a presentarse en Huracán el 14 de mayo del 94, ante 40.000 personas el mismo día que en Vélez tocaban Los Ramones y Motorhead. Hicieron dos recitales más en diciembre de ese año. Hubo un chico apuñalado, cincuenta detenidos. El Indio se enteró, se aferró al micrófono: «Ese no es el espíritu de Los Redondos», bramó.
Y sin que nadie lo supiera entonces, y sin que nadie sepa ahora por cuánto tiempo, ese recital fue el último en la Capital Federal. La inseguridad se apilaba como sal en una herida que a ellos, dicen, les duele más que nada: al placer y divertimento de sus huestes de sus bandas.
El Rey Patricio recogió su capa y se fue a las Pampas y entonces sí, señores, señoras, hemos llegado al sitio exacto donde la leyenda comienza a tragarse a sí misma y da lugar a una leyenda más grande. Con ustedes, el circo itinerante de Patricio Rey, su carpa de trapo, su cohorte de emperadores con corona de lata.
Empezó en agosto de 1995, en San Carlos Centro, Santa Fe, una ciudad de 10.000 habitantes invadida por 7000 personas que acamparon, se acostaron, hicieron asados, bebieron y se amaron entre los arbolitos siesteros de la provincia. Después fueron Mar del Plata en octubre, Concordia en diciembre. Los nombres siguieron: 12.000 chicos en Villa María, 8000 en Tandil.
En cada sitio, las huestes del rey Patricio fueron reinas. Las bandas empezaron a moverse como sierpes mansitas. Caravanas de combis, micros baratos, autos raros, siete en un Fitito y colectivos de línea alquilados con la bandera del grupo desplegada. No importa dónde. No importa cómo. Hay que ir. Peso sobre peso juntado durante semanas, no hay trabajo ni obstáculo que se imponga entre ellos y la banda. Llegarán, indefectiblemente.
«Es sorprendente esto -decía el Indio a La Nacion- porque en mi época lo más lógico era estar vinculado a coetáneos y nosotros somos unos vejetes. Pero debe ser que uno sigue describiendo cosas que no han sido resueltas y que le siguen dando oscuridad al corazón y a la felicidad de la gente. Somos tipos que seguimos creyendo en las cosas que creíamos cuando teníamos la edad de los chicos de ahora (…) Una de las cosas que me ponen más contento es que las canciones resuenen en chicos que podrían ser mis hijos.»
Chicos de los cuatro rincones de la pampa mía, ateridos, con poca plata, cortando botellas de agua para improvisar gigantescos vasos donde se mezcla el vino con la efervescencia que se consiga. Chicos tumbados y a dormir en la arena o en el pasto, arropados en banderas que rezan: «Indio, somos náufragos de tu tierra redonda y tu mar ricotero». Bandas igualadas por la pasión, bandas que se odian en el fútbol y se acarician las gorritas de lanaen los recitales de Patricio Rey. Bandas con códigos propios, como hacer un asadito antes del recital, como no tocar a las chicas.
Los datos extraoficiales dicen que la banda vendió más de un millón de placas de todos sus discos, cuyo arte de tapa, del primero al último, confiaron a otro Redondo, ese señor Rocambole que había iniciado La Cofradía en los años de fulgor platense. En 1996 editaron su último trabajo, y algún fanático furioso se robó del Museo Municipal de Bellas Artes de La Plata la estatua del artista que representaba al personaje.
Los recitales de los Redondos en el interior no se suspenden por nada. Las bandas toleran el frío, la lluvia, el calor sofocante. Pero en Olavarría, en agosto de 1997, el intendente radical Helios Eseverri suspendió el recital porque consideró que la ciudad no estaba preparada para albergar a toda esa gente y logró lo que nunca antes nadie había logrado: que los Redondos aparecieran por televisión. Llamaron a una conferencia de prensa a las 21 del 15 de agosto de 1997 y allí estaban ellos, los Redondos de ahora: Semilla Bucciarelli, Sergio Dawi, Skay, el Indio emocionante bajo sus anteojos negros, detrás de su cara lisa, indignada, suavemente feroz. «Los chicos venían a abrazar a su novia, a disfrutar de un concierto de rock y escuchar cosas que a ellos los conmueven y ése es un derecho que ha sido avasallado. No creo en la maldad de esos corazones. Ahora no tengo nada más que decir, yo no estoy para bajarle línea a los chicos, nosotros hacemos canciones y la banda es de ellos, yo estoy para escucharlos», dijo el Indio. Una aparición en TV en veinte años de carrera. No es mucho. Los Redondos se quedaron en Olavarría hasta que se fue el último de los chicos que habían viajado para ir al recital y el 4 de octubre de este año, en Tandil, bajo la lluvia y el barro, todo el mundo se fue feliz porque la ceremonia había tenido lugar una vez más. El parto era otra vez feliz. Patricio Rey desahogaba su risa rabiosa bajo la lluvia.
Ellos son la banda más cara del lugar. Las entradas cuestan alrededor de 22 pesos, a lo que hay que sumar el viaje, la estadía, la comida. No importa. Nada importa. La publicidad de los shows es ínfima; un aviso basta para que la noticia se disperse como tormenta de arena .
«Podés ser independiente y coquetear con las ligas mayores. Pero a ver, no hagan spots publicitarios, no vayan a la televisión, no pongan afiches, no hagan nada, a ver cómo les va. Los Redondos son una elección de la gente -le decía a Página 12-. Nosotros somos muy ambiciosos. Cuando sos un ambicioso estelar y cósmico, no hay guita que compre tu vida. Mientras no tengas la zozobra de la miseria, ya está. Cuando yo no tenía casa me ofrecieron un departamento en Mar del Plata para tocar en una campaña política. Cuando uno se niega a esas cosas no se puede hablar de generosidad, porque considero que soy uno de los tipos menos generosos que conozco. Se debe a que uno es tan ambicioso que no cree que todo se termine en un par de departamentos».
Hacen lo que quieren, cuando quieren, como quieren. Probaron la ambrosía. Bebieron de ese paraíso que construyeron con fuego propio. A estos intelectuales de clase media con aspiraciones hippies y planes de bohemia los siguen adolescentes fatigados de Aldo Bonzi, remiseros de Wilde, familias de Gualeguaychú, adoradores de Córdoba. Las chicas se embarazan y llaman a sus cachorros Patricio o Patricia. Los padres les pasan la pasión a sus hijos. Las bandas se renuevan, ahora tienen entre 15 y 25 años y los van a ver gerentes de empresas, banditas de la cuadra, la tribu de tu calle.
«Nosotros pensamos que no tenemos que ir a otro lugar. Pensamos que tenemos que hacer esto acá -dice Poli-, por más que nos hagan propuestas en los Estados Unidos para ir a tocar a los latinoparlantes.»
«Pero qué vamos a ir allá si todavía no llegamos a Mendoza, no llegamos a Corrientes», rompe su silencio Skay.
Todavía es temprano para saber si van a sorprender a alguien con un nuevo disco. El Indio susurra donde lo escuchen que a los que lo siguen sólo puede agradecerles. Que ahora, con bastante más de 40 años, no está allí para hablarles sino para escucharlos. Para recordar cómo era su propio estado de inocencia plena, su gorgorito de pureza allá cuando era chico. Y sí. Eso es todo. Es la historia grande de un rey chiquito. De un rey de acá que tiene como reino un circo y como madre a la Pampa reina, que lo parió sin dolor.
Los chicos de las bandas de ricota arman sus carpas en las plazas de las ciudades como el Indio y sus bandas armaban chozas en el costado de los ríos. Hoy Patricio Rey es un señor que mira pasar a sus buenos corderos y a sus malos lobos comiendo del mismo pasto, viajando sin saber a dónde van.