En algún momento de abril saldrá a la venta un baión para el Ojo Idiota, tercer álbum de LA banda de rock and roll: Patricio Rey y sus Redonditos de ricota. Qué bárbaro! diría el gato Silvestre. Cualquier excusa es buena para hablar de los Redondos, y dedicarles un texto que se pretende agreste, crudo, pasional. Como ellos, bah.
Revista CAÍN Nº 5, Abril 1988. Por Marcelo Figueras

Puedo presionar la tecla nota clásica.
Decir, en consecuencia: «Como consta en el público dominio, Patricio Rey y sus Redonditos de ricota es una banda de origen platense, ya con doce años de vida en su haber, especializada en rock-and-roll sin ambages y una poética peculiar, a menudo hermética, sin parangón en la letrística nacional».
Wow… cuántas esdrújulas.
Puedo oprimir la tecla nota peculiar, hermética, sin parangón en la hermenéutica periodística nacional. Y citar una de las parrafadas filosófico-vivenciales que son la especialidad de Carlos Indio Solari, cantante, La Gran Bestia Rock, Zar de las Tres Rusias (la tercera es la que todos llevan dentro, al menos desde Oktubre). Por ejemplo: «Este es un imperio que cae. Por la burocracia, el sistema de castas, la falta de iniciativa del espíritu. Nadie defiende al sistema, apenas se protegen lugares de privilegio, individuales, pequeños. No hay socios ya que crean en este imperio. La gente no cree en el imperio. Se le nota en los ojos»
Puedo conectar el piloto automático y descargar así, toneladas de información sobre los hombros del lector, balas de saliva, buñuelos indigeribles, datos a caer en triple loop sobre el estanque de la Poza del Olvido. Digo nuevamente a modo de ejemplo: Skay beilinson en guitarra, Carlos Indio Solari a cargo de la voz aguardentosa, la Negra Poli como manager e ingeniera psíquica de la banda. Tres álbumes en su haber: el primero llamado Gulp!, el segundo Oktubre, el restante al caer en este mes, en esas vaginas forradas de acrílico a las que suelen mentarse como bateas.
Repita esta información en 10 segundos, sin espiar, sin vacilaciones. Aún en caso de que pueda hacerlo, aún en caso de que logra memorizarla, no habrá dicho nada de lo que, creo, es esencial a Los Redonditos de Ricota.
Ni siquiera al hablar de ellos como marginales por vocación, al explicar que no quieren negociar con ninguna grabadora grande, ni actuar en Obras ni aparecer por TV ni fotografiarse fuera de escena. «No es que seamos santos o incorruptibles» -le escuché decir al Indio cierta vez- «ocurre que para que dejemos de lado todo lo que amamos deberían pagarnos una cifra altísima, millonaria. Nuestro precio de venta es demasiado caro. Nadie va a pagárnoslo, obviamente. Y entonces seguimos haciendo lo que nos gusta y cómo nos gusta. Seguimos tocando rockanroll».
No se dice nada esencial de los Redondos al citar los nombres de sus temas, algunos centelleantes: Ya nadie va a escuchar tu remera, Masacre en el Puticlub, El infierno está encantador esta noche, Semen-Up, Todo preso es político, Divina TV Führer.
No se dice nada esencial sobre los Redondos al mencionar la guitarra de Skay, algo así como La Máquina de Reinventar el Rock en cada Tema, inagotable, fuente secular de deslumbramientos.
No se dice nada esencial sobre los Redondos al proceder a la disección de sus letras, de lo más original y significativo que haya germinado en el rock Nativo. Aysisí. De La Gran Bestia Pop: «Yo sé que hay caballos que se mueren potros sin galopar». De Jijiji: «En este film velado, en blanca noche, el hijo tenaz de tu enemigo, el muy verdugo cena distinguido, una noche de cristal que se hace añicos». De Ya nadie va a escuchar tu Remera: «Un último secuestro no, el de tu estado de aánimo no!. Tu aliento vas a proteger, en este día y cada día».
No se dice nada esencial sobre los Redondos al hablar de su punch en escena. De las excelencias de la base Walter SIdotti-Semilla Bucciarelli, de lo abrasivo de su rock. De sus puestas, a menudo obra de Rocambole.
Llegado este punto, en fin, la nota en curso es algo así como la crónica de una impotencia. No se puede explicar a los Redonditos de Ricota desde la racionalidad. No se puede persuadir al lector de que son lo que, en verdad, son: la enjundia puesta en cada párrafo, la babélica acumulación de adjetivos, el juicio categóricamente positivo, todo ello basta, apenas, para destilar en la mente de quien lee la impresión de que los Redondos son mejores que Estos y Mejores que Aquellos, pero no para aproximarlo al sentimiento real. Al quid de la cuestión. Al ojo del huracán.
Valga pues, tras la confesión de una incapacidad, el apunte autobibliográfico.
Quién esto escribe es miope. Ha vivido entre libros. Aprendió a andar en bicicleta a los doce años y aún no sabe como hacer un globo con el chicle. Ha sido un Aprendiz de Tuberculoso, con todo éxito. Ha cogido tarde, mal y sin poder quitarse de la cabeza el retintín de la palabra fornicar. La experiencia, el rock and roll y la explosión – era hora – de la rebeldía, no han sido suficientes, sin embargo, como para diluir su look de seminarista posmoderno.
Cuando este cronista va a un concierto, y en caso de verse complacido, sacude la cabeza como signo de aprobación, observa desde cierta distancia ese Leviatán llamado público y se permite, como exaltación suma, mover la patita sin sacar las manos de los bolsillos.
Cuando este cronista va a ver a Los Redondos, esto es, casi siempre que tocan, su comportamiento se enrarece. Prescinde de saco, mochila y todo aquello que pueda entorpecer sus movimiento. Repara, sí, al llegar, en el público de esos conciertos: siempre se asombra. Hay hombres y mujeres por partes iguales. Adolescentes y cuarentones. Lúmpenes y bienpensantes. Devotos del ska, el reggae, Pappo, Love and Rockets y Pescado Rabioso. Carnales y etéreos. Faenadores de matadero y becarios de universidades privadas.
Luego de la constatación inicial, siempre gozosa, de esos rostros disímiles, aunados al pié de un mismo escenario, el cronista se abre paso hacia adelante a brazo partido. Una vez desatada la fiesta, el desconche sonoro, la bacanal, ese lugar, el centro de la sala se convierte en un pandemónuim. Todo el mundo a los saltos, rebotando unos contra otros, las remeras volando por los aires, surtidores de sudor anudando los cuerpos. Y no se trata de un privilegio masculino, no. Las niñas rebotan más alto. Las niñas empujan más fuerte. Sin mala leche. Un recordatorio, algo brusco si se quiere, de la tácita hermandad que une a todos los ricoteros, sin distinción de razas, sexo, credo o color.
Entonces el cronista salta y baila, transpira y empuja y es empujado. Se conecta y se pierde a la vez. Siente, fugazmente, que así deben haber sido las celebraciones tribales: pura efusión del espíritu.
Hay, cosa segura, quienes no entienden al Indio cuando canta: «Una papela por el walkman que chorizó tu hermanito» en De estos polvos futuros lodos. Pero sí entienden los músculos de su cuello, tensados hasta lo último. Sí entienden el rock and roll. Sí entienden la energía que proviene del escenario. Y comprenden, comparten lo que el Indio grita en Preso en mi Ciudad: «¡ATRAPADO EN LIBERTAD!».
La música de los Redondos apunta a los «jóvenes lobos» que están «quemándose de amor», como dice uno de los temas recientes.
No puedo concebir una definición más clara que ésa. Si uno no está quemándose de amor por algo o por alguien, se queda afuera. Logra delectación respecto de lo formal, los arreglos, las melodías, los versos felices, pero siempre atendiendo a la flama desde una distancia más que prudente. Con temor. Temor a In-flamarse.
Cuando el Indio sostiene que: «hay generaciones de pibes que están entrando al rock como si se tratara apenas de un género musical», apunta a ese blanco. Cuando el Indio revaloriza «el rigor amateur, el rigor del amador, de aquel que antes que nada, es feliz porque no hace sino aquello que lo hace feliz» pone el dardo justo en el centro.
No diría que Patricio Rey y los Redonditos de Ricota defienden al rock como ideología. Creo sí, que lo reivindican como cultura. Se definen como rockers. Partícipes de esa cultura, entendida no como una suma de productos culturales – discos, libros, películas – sino como modo de relacionarse con el mundo. Con las cosas, con la vida cotidiana.
«Necesitamos retroalimentarnos» se explaya el Indio, sin vulnerar jamás su promedio de una palabra difícil por cada cuatro fáciles. «Leer, ver cosas nuevas, ir a conciertos. Y sin embargo no encuentro nada. Me aburro. Se me obliga, de algún modo, a quedarme en casa haciéndome la paja. El común de los grupos flamantes está impulsado por pulsiones que no son las del amor».
In-flamado. Im-pulsado. Puslión. Del amor.
Por allí pasa, quizás. la principal objeción que los Redondos le hacen a la TV. «Desdramatiza todo», puntualiza Carlos Solari. «Quita drama, quita pasión, lo quita todo. La vida de la gente se convierte, entonces, en la noticia de ayer. Se nos dice que estamos conectados con el mundo entero y en realidad sólo hay hombres y mujeres solas, en el living de sus casas, con la luz apagaday la TV encendida».
Sólo la pasión hace comprensibles algunos hechos. Como que una banda espere virtuales diez años para grabar su primer LP, y digo espere porque fue una decisión consciente y no por falta de ofertas por parte de las discográficas. Como que la banda financie ese LP, lo produzca, lo distribuya personalmente. Como que sigan escogiendo los lugares y las fechas en las que tocan, siempre esporádicas, espaciadas, «porque no nos manejamos de acuerdo con el principio del rendimiento sino con el principio del placer», y tocar todos los fines de semana aniquilaría ese goce.
Sin la percepción de ese amateurismo – amateur: el que actúa por amor -, los Redondos no pasan de ser unos loquitos inofensivos, que se niegan a untarse con las mantecas del éxito por mera excentricidad.
Si se atiende a sus voces sin desdén, en cambio, el mensaje puede ser inquietante. Y el mensaje es este: ES POSIBLE. Mierda que suena pueril. Utilizar en demasía la palabra amor es pueril. Ser feliz es pueril.
Se puede abrir un espacio en que la voz resuene, desnuda, sin condicionantes. Siempre y cuando uno no sucumba a la tentación de la «limusina, merca y champagne», puestos como precio para resignar el libre albedrío. Atrapados en libertad. Reviso la primera nota en torno a Patricio Rey, escrita de puño y letra de los Redondos y recopilada por Claudio Kleiman en el Expreso Imaginario Nº 31, de febrero de 1979. A casi diez años de ese momento, todo está allí. Patricio, el invisible gurú de la banda, dice en el único reportaje que ha concedido, en vida, a un medio argentino: «La transferencia de la idea sólo es posible con la participación en el acontecimiento… Lo único útil para comprender es participar… Le aconsejo dejar su vocación periodística en la boletería para perder la forma humana de la manera más adecuada».
E aquel entonces, con flamantes 17 años, leí y no comprendí. No sabía quien carajo era Patricio Rey. No conocía a los Redondos. Me mareaba ese texto, híbrido de ficción y manifiesto vital. Releerlo hoy, fue un shock: esas frases apestan a profecía.
Cada vez que acudo a los conciertos de la banda, cada vez que me decido a «perder la forma humana», shows de pura energía, sexo puro, me in-flamo. Sé que lo puedo todo. No se trata de olvidar los males de este mundo, sino de asumirlos, traspasarlos.
«Qué penosa experiencia la de vivir en el miedo» dice Roy Batty, el replicante de la película Blade Runner… «Eso, es precisamente, ser un esclavo».
Para quienes han morado en la Argentina de 1976 a esta parte, la herida del miedo es indeleble. Y aunque sus dispensadores ya no estén visibles, se los intuye en las sombras. Hibernan. Se reproducen en vientres inocentes, como el monstruo de Alien,. Por eso sigue costando tanto liberarse. Mostrarse. Hablar claro. Dejar que los sentimientos, las pasiones, se trasluzcan. Intentarlo todo.
Por eso el cronista prefiere no intentar la nota clásica, ni la peculiar y postergar la información exhaustiva, y las minucias, y prescindir de los alardes estilísticos, y repetir adjetivos (que son como acoples dentro de un texto) y, reiterar estructuras sintácticas (que son como barandas de sonido en el interior de la nota) dejándolo todo así, medio crudón, con la secreta esperanza de que su discurso, de que la revista suscite en quien la lea una sensación similar a la de acudir a un concierto de los Redondos.
Léase entonces, que estamos vivos. Que somos o aspiramos a ser amateurs. Que lo podemos todo. Cuando yo sea grande quiero escribir novelas, dirigir películas, tener una banda de rock.
Y quiero ser un Redondito de Ricota, o algo así.