Un recorrido por la historia del legendario estudio de grabación Del Cielito, el lugar donde el rock argentino forjó su independencia. Acá recopilamos los capítulos sobre Los Redondos
Libro: El Cabildo del Rock. Por Candelaria Kristok. Editorial Tomo Publishing. Año 2007. Recopilado en en el blog Tráfico de Corazones

Los Redonditos de Ricota
-¿Cómo ingresan al estudio Los Redondos? -le pregunto a Gustavo una cálida tarde de principios de noviembre. Deja las entradas para el show del Indio sobre la mesa.
-Yo tengo que ir más temprano para probar el sonido -dice-. Pero a lo mejor podés arreglar con García. Mis hijos van a ir con él.
Hace una pausa y me pide permiso para cortar un budín que dejé sobre la mesa. Sirvo el té.
-Los Redondos grabaron su tercer disco, Un baión para el ojo idiota con Roberto Fernández, un técnico que, a su vez, había estado en Del Cielito grabando con GIT. Roberto estuvo como un mes y medio internado en el estudio con GIT y le había gustado mucho la experiencia de grabar ahí. Entonces un día me llama y me dice que quiere traer a Los Redondos, que estaban por grabar su cuarto disco, nuevamente con él. Vinieron un día de diciembre, creo que del año ’89. Él me presentó a Poli, a Skay y al Indio. El lugar les gustó. Quedamos en que grabarían en febrero y dejaron una seña. Bueno, terminó el año, pasó todo enero, y en un momento me llama Poli para preguntarme si tenía alguna noticia de Roberto porque ella estaba necesitando que fuera a los ensayos pero no lo podía ubicar. Yo le dije que no, que no lo había visto más. Tres días antes de la fecha que habían fijado para empezar a grabar, me vuelve a llamar Poli para decirme que Roberto todavía no había aparecido y que no tenían técnico. Me preguntó si a mí me gustaría grabar el disco. Yo le dije que sí. Los Redondos me interesaban. Si bien nunca los había escuchado muy a fondo, ni los había visto en vivo, era un grupo que se veía que iba a lograr algo importante. Aparte me habían caído muy bien ese día que estuve con ellos.
-¿Por qué?
-Porque sentí que teníamos muchas cosas en común. Supongo que fue una cuestión de edad y vivencias. O sea: eran tres viejos hippies, como muchos de mis amigos.
-¿Viejos? En esa época eran todos jóvenes -replico-. ¿Qué tendrían? ¿Cerca de cuarenta?
-Bueno, pero no eran como Los Ratones, por ejemplo, que tenían veinticinco. Eran tipos más grandes y habían vivido muchas de las cosas que había vivido yo o amigos míos.
-O sea que hubo como una empatía generacional.
-Claro. Generacional, intelectual, qué sé yo. Hubo onda. Entonces bueno, dije que sí, que con todo gusto. Vinieron al estudio y grabamos el disco Bang, Bang, estás liquidado.
-Mirá lo que es esto: Dejo de beber tu licor/ que huele a tormenta –leo de un cancionero de los Redondos que mi hermano, seguidor de la banda, me trajo cuando supo que entrevistaría al Indio.
-Bueno, ahí nos hicimos muy amigos. Estuvimos todo un mes laburando juntos y pudieron conocer a fondo lo que era el estudio y lo que era el sello Del Cielito Records. Entonces, un buen día, Poli me propone publicarles el disco por el sello. Los discos anteriores los habían sacado por el sello de Lito Vitale y estaban como medio desorganizados porque los dos primeros habían quedado en una distribuidora con la cual ella no tenía contacto y no le liquidaba regalías de venta. Y el último disco lo tenían con DBN. Así que estaba todo medio desorganizado. Por otra parte, Poli no quería encarar la empresa de armar un sello, entonces les dije que sí, que cómo no, que yo podía publicarlos, ocuparme de la fabricación, de las liquidaciones, de Sadaic, de todo eso, con la estructura mía, y me llevaba un porcentaje. Pero ellos seguían siendo los dueños de los masters y me los daban a mí bajo licencia para que yo fabricara los discos y se los entregara a DBN, que luego se ocuparía de venderlos. Ése era el trato. Y ese trato duró como nueve o diez años.
–El montaje final es muy curioso/ es en verdad realmente entretenido –leo-. Hay una anécdota respecto de la mezcla de Bang, Bang…
–Bang, Bang tiene un sonido distinto a los otros discos de Los Redondos porque…
-¿A los anteriores o a todos en general?
-A todos en general, pero posiblemente más a los anteriores. En ese momento, por las características de los temas y por la onda que me transmitían, me parecieron algo así como “tipos duros”. Quizás por eso de no querer transar con la prensa ni con nadie, o por la manera de hablar del Indio, o por las violas de Skay. Si bien no sonaban como un grupo de rock pesado, tampoco sonaban como uno livianito. Entonces yo traté de que eso se reflejara en el sonido y el disco quedó bastante áspero, hard, duro. Durante la grabación no se dieron cuenta de esto. Estaban más bien concentrados en los aspectos musicales que en el sonido. Cuando llegó la hora de la mezcla, bueno, yo lo mezclé en ese estilo y el disco quedó así. Y ellos medio que no se sintieron muy cómodos con ese sonido. De hecho vino Poli y me dijo: “Mirá, no nos gustó mucho la mezcla, por qué no lo mezclamos de nuevo”. Y la verdad es que a mí mezclarlo de nuevo no me gustaba mucho porque me daba una inseguridad bárbara. O sea, cómo iba a hacer una mezcla distinta cuando para mí sonaba bien. Si me ponía a mezclar de nuevo iba a entrar en una duda perpetua. Qué sé yo: si, por ejemplo, subía el tambor, me iba a empezar a preguntar: ¿qué querrán? ¿más agudos?, ¿más graves?, ¿más cerca?, ¿más lejos?, ¿más cámara?, ¿menos cámara? Era como muy difícil.
-De alguna manera sentías que ibas a perder tu territorio, tu perspectiva -acoté.
-Sí, yo le dije a Poli: “Mirá, si el sonido no les gustó, mejor sería que probaran otra cosa, que lo mezcle otro técnico, entonces seguramente va a salir distinto”. La idea les pareció buena, así que les propuse que lo hicieran con Mariano López, un técnico que grabó mucho con Spinetta, con Fito, que hizo los primeros discos de Soda Stereo, y que en ese momento era como el técnico de moda. Ellos aceptaron. Vino Mariano, se encerró en el estudio dos semanas más y mezcló el disco. A los dos meses o algo así, como el disco lo iba a sacar yo por Del Cielito Records, me llama Poli y me dice: “Bueno, ya está todo arreglado, vamos a sacar el disco”. Arreglamos un par de cosas más y al final agrega: “Ah, y con respecto a la mezcla, poné la que hiciste vos”.
-Qué sastisfacción, ¿no?
-Sssí -duda, ahora, Gustavo-. Sí, qué sé yo. Fue satisfactorio pero no en el sentido de una competencia con Mariano. Para mí fue una tranquilidad sentir que no me había equivocado, que, en definitiva, lo que yo había interpretado de Los Redondos terminaba siendo convincente para ellos. Porque… el Indio sobre todo, es muy difícil de conformar. Yo creo que no debe estar conforme con ninguno de sus discos, si pudiera los volvería a mezclar a todos, inclusive a grabarlos, sobre todo los primeros. Pero bueno, al final aceptó poner esa mezcla y a mí me encantó porque yo también quería ser parte de la historia de ellos y que algo en lo que había participado de principio a fin terminara siendo un peldaño más en la carrera musical de Los Redondos es, sin duda, muy gratificante. Y se trata de un disco que a través de los años ha mantenido su personalidad. Inclusive mucha gente me ha dicho que, de toda la discografía de ellos, ese disco es el que más les gusta.
–Al reloj lo del reloj/ y alrededor del reloj/ tu estado de ánimo. (Ya nadie va a escuchar tu remera) –leo, al azar, del cancionero.
Gus me pide otra taza de té.
Bang, bang, estás liquidado
-En ese momento no me gustó porque estaba de moda este sonido más new wave, llamémosle. Pero, lo dije hace poco, en mi álbum solista quise rescatar ese sonido intenso, crítico, que tiene Bang Bang.
-Me llamó la atención que dijeras que te gustaba -le dice Gustavo Gauvry al Indio Solari en la sala del estudio Del Cielito.
–Bang Bang me encanta. Yo siempre estuve muy metido en el asunto de cómo sonaba y todo eso -dice el Indio, y me mira a mí-. Aunque en esa época uno era más lo que ignoraba que lo que sabía. Me acuerdo de haber tenido problemas con todos los operadores.
-En realidad -explica Gustavo- yo encaré para el lado de hacer un sonido descarnado, comprimido o críptico, digamos, por error.
-¿Qué otros discos grabaron acá? -pregunto-. Tengo entendido que éste es el estudio en el que más discos grabaron.
-Bang, bang, La mosca y la sopa, Lobo suelto, cordero atado…-empieza a enumerar Gauvry.
-En realidad, nosotros empezamos grabando en la ciudad, en estudios importantes de la ciudad -dice el Indio-. Estudios importantes entre comillas, porque tenían lo que en esa época parecía imposible de reemplazar, que era todo el andamiaje tecnológico. Por otra parte había una causa todavía más terrible que los hacía “importantes”: al estar en la ciudad, los dealers estaban cerca. Pero, a la vez, cuando nos dimos cuenta de que los dealers estaban demasiado cerca del trabajo, fue casi una necesidad venir a un lugar como éste: más bucólico, con una pileta, con solcito, pajaritos. Uno venía y se internaba, acá. Al dealer le costaba más venir, estaba más lejos.
Finalmente el Indio, sí. Nos reímos. El comienzo de la entrevista había sido más fácil de lo que imaginé: bastó que nos sentáramos para que el Indio empezara a hablar. No tuve que hacer ninguna introducción, nada.
-O sea que buscaban un poco de tranquilidad -dije.
-Sí, sí -me confirma el Indio-. Y más que nada, estar juntos. Porque cuando estás en la ciudad y no tenés ningún entorno que te ayude a hacer las pausas de la grabación pasa que por ahí salen dos y vuelve uno, el otro desapareció. O cada uno tiene su horario, viene uno, mete una guitarra y de golpe, qué sé yo, lo llaman de la casa, se va y vuelve recién a los dos días. En cambio, esta cosa de venir acá era medio como internarse, como estar en un lugar de vacaciones donde, además de la pileta y el quincho -se ríe- tenías un estudio de grabación. A nosotros nos entusiasmó esta idea. De hecho, nunca más volvimos a grabar en la ciudad. Yo creo que… ahora no porque se ha aggiornado y está espléndido, pero yo lo veía como uno de esos lugares que no presentan la magnitud estética de lo que se pide desde las revistas y todo eso, pero en definitiva, cuando hacés historia, es el estudio más mítico que hay en la Argentina. Es el estudio más mítico. No sólo por la gente que desfiló, que desfiló todo el mundo por acá, sino por el tiempo, el carácter que ha tenido. Hay muchos estudios que invierten en… qué sé yo, bueno, en lo que han invertido ustedes ahora -se ríe, y nosotros también-, que está bien. Pero durante mucho tiempo, sobre todo durante el gobierno del amigo -dice, y señala con el brazo extendido hacia la silla que ocupa Gustavo, ahora hablando por el celular- era como un estudio medio para venir a hacer el asado. Podías grabar, por supuesto, pero no había mucho dinero invertido en el “salón exclusivo”. Porque hay estudios, sobre todo en lugares como Los Angeles, en los que hay un montón de guita invertida al pedo en cosas que a los músicos no les sirven para nada. O sí: para salir en el “salón egipcio”.
-Sí, son como decorados para las fotos -agrega Gustavo, que acaba de cerrar el celular y retoma su participación en la charla.
-Claro, para las revistas. Como, en general, hay un carácter estético tan berreta, todo el mundo envidia esas pelotudeces -acota el Indio.
El Indio Solari
Al desgrabar la entrevista tengo la sensación de que es más duro, más terminante, cuando sólo lo escucho. Pero personalmente no, al contrario, uno no siente para nada que su pensamiento cae taxativo o amenazante sobre quien uno es. Más bien se tiene la impresión de estar frente a una rara avis que intenta protegerse de la fragorosa y desesperada normalidad del mundo. Es cierto que sus palabras y su manera de expresarse son agudas y mordaces. Pero su presencia redondea el discurso, lo suaviza, lo pone en un lugar distinto a todo lo que pueda ser hard. He visto en él (y que me perdonen los rockeros si la comparación resulta un tanto naif) un aura similar al de la rosa del Principito: sólo cuatro “putas” espinas para protegerse de la brutalidad o de la vulgar conciencia imperante. Y a mí me dio cierto pudor entrar en su ámbito. Me pareció que era mejor no intentarlo. Quedarme junto al pájaro arisco y tan sólo observar la elegancia con que sus alas se ciñen del cielo inaccesible. Él me dejó verlo en sus gestos cotidianos: sentarse, limpiar los lentes empañados, comer, compartir una sobremesa abundante y larga como la tarde. No es poca cosa asistir al revés de la trama y contemplar los nudos, el esfuerzo interior que precede a cada figura al fin lograda. Por momentos hubiera querido dar el manotazo, hacer mío ese pájaro extraño, contenerlo detrás de las rejas de mis propias ideas. Me contuve.
No se puede domesticar el fuego.
El día de la entrevista Gustavo pasó a buscarme a las nueve y media de la mañana. Le hice una seña desde la ventana indicándole que bajaba enseguida. Afuera lloviznaba. Cuando me disponía a cruzar la calle, un auto que venía a una velocidad incomprensible, levantó toda el agua que discurría junto al cordón. No tuve tiempo de alejarme de la ola verdinegra que se me vino encima. Tenía las manos cargadas. Con una sostenía el paraguas. Increpé al conductor agitándolo bajo los fresnos. Nadie esperaba esa lluvia. La tarde anterior había sido celeste y plácida.
Ya sentada en el auto observé el estropicio de la camisa blanca, toda salpicada de barro. Gus me preguntó si quería bajar y cambiarme. Le dije que no, estábamos retrasados. Pero había algo más, algo que en ese momento callé, por intransferible: estaba bien que algunas cosas salieran mal, que pequeñas catástrofes preanunciaran que el encuentro con el Indio finalmente se produciría. Incluso llegué a leer esos desajustes como el natural prolegómeno del desajuste mayor que implicaba que, en ese mismo momento, mientras el cielo bucólico quedaba obturado por gruesos nubarrones grises y un desaprensivo automovilista llenaba mi camisa de barro, el Indio Solari se estuviera preparando para salir de su búnker.
Cuando llegamos al estudio, Marta, que le pasaba un trapo de piso al hall de entrada con esmerada dedicación, vino a mi encuentro. Tenía puesto un delantal rojo con pechera y sonreía. Sostuve los faldones de mi camisa manchada y señalé las manchas. Marta se mordió los labios, puso una mano sobre su mejilla y movió la cabeza de un lado a otro. Luego se fue. Cinco minutos después, a treinta metros de distancia y asomada por la puerta del lavadero, la vi blandir y agitar no sin cierta dificultad, una palangana gigante de color turquesa. Caminé hacia ahí. “Poné acá”, me dijo. La miré con los ojos muy abiertos, para que entendiera. “No te preocupes. Encontré una remera para vos”. Me la dio. Era una musculosa minúscula, negra, con una estampa de una chica plateada y la palabra “queenie”. No había terminado de embutírmela que ya Marta hundía la camisa en el agua. “Está saliendo el sol”, dijo. “Si no se arrepiente, en una hora la tenés seca”. “¿Me queda bien?”, le pregunté mostrándole la remera. Pensaba en el Indio. “Si te soy sincera, ¿no te vas a ofender?”. Pensé que iba a decirme que me la saque, que me ajustaba mucho. Dijo: “Te queda mejor que tu camisa”. Y volvió al jabón y las manchas de barro. Mora y Gua Gua, las perras del Pelado Cordera entraron en el lavadero. Recibí sus lambetazos y la tosca caricia de sus patas con aprensión. Afortunadamente mis pantalones eran de color petróleo. Llamaron a Marta. Terminé el lavado. El tendedero era un alambre enrevesado como una parra. Puse la camisa sobre una toalla que encontré ahí, para evitar que pudiera mancharse de óxido.
Así de elemental fue mi preparación para recibir al Indio y lo curioso es que me sentí, respecto de la inminente entrevista, definitivamente bien. Gus se acercó para informarme que la haríamos en el estudio de abajo, que es el más grande.
Detrás de la puerta había un escalón insidioso que por poco me arroja de bruces contra la pared. Un rato después, el Indio caía, literalmente, en la trampa del pérfido escalón. Me gustaría decir que lo frené con mi cuerpo porque cuando se abrió la puerta yo me paré para recibirlo. Él tropezó y el beso del saludo fue a parar un poco más allá de mi cara. Sostenía algo. Hubo un tintineo a la altura de nuestras manos. Miré para abajo. Vi una bolsa de cartón. Ayudé a sostenerla. Todo parecía caer.
-¿Qué trajiste? -le preguntó Gus.
-¿No me dijiste que después de la entrevista iba a haber un asado?
A veces un gesto lo dice todo acerca de una persona. El Indio. ¡El Indio! El que acababa de llegar, sin embargo, no era el personaje: era un amigo. Y traía unos vinos para el asado.
Como si respondiera a un guión de telenovela, en ese momento Marta asomó la cabeza y preguntó si necesitábamos algo. Le dimos las generosas botellas.
El Indio se sentó en el largo sillón negro, bajo la pared recubierta de difusores. Empezó a hablar antes de que pulsara la tecla de play y fue como si retomáramos una conversación interrumpida la noche anterior, como si viniéramos andando y hablando desde siempre. En algún lugar había leído que era muy buen anfitrión. También es un invitado encantador. En ningún momento me hizo sentir que estaba sentada frente a una estrella del rock & roll vernáculo. Al contrario, vi en él una voluntad de brindarse y de compartir que me conmovió. El ídolo había salido de su aislamiento habitual. Me pareció que quería jugar por el lado de afuera de su juego unipersonal, tantear si con otros era posible no estar solo o ser comprendido. Hubo un momento, más de uno quizás, en que se derramó.
Empezamos la entrevista a eso de las diez y media, once de la mañana. Tres horas más tarde, Marta nos llamó a comer. Éramos varios en la mesa: Cristian Merchot, el mánager de Bersuit, Pablo Montero, el roadmánager, Edu Pereyra, el técnico de sonido de la banda, Martín Mariño, uno de los asistentes del estudio, Pablo Celano, cuyas múltiples e indefinibles funciones me inhabilitan para describir su trabajo, y Gisela Barandarián, la secretaria. Emiliano Cassina, el abogado, fue el único que se atrevió a pedirle al Indio una foto.
Al compartir la mesa con todos ellos me sentí parte de una gran familia donde no había madres, ni padres, ni hijos, ni esposos, es decir, el tipo de familia en la que uno puede ser exactamente quien es.
Miento: había una madre. De pronto girabas la cabeza para hablar con quien tenías al lado y te topabas con el brazo suculento de Marta que repartía el asado de tira y el lechón. Más de uno le propuso matrimonio. Comprendí que también era una familia incestuosa.
Pero lo mejor, sin lugar a dudas, fue el postre: un tiramisú formidable que preparó la hija (verdadera) de Marta. Para usar una muletilla del Indio: “tengo para mí” que toda la comida fue creada para que haya un postre. Gustavo Gauvry ha tenido que escuchar esta afirmación como preámbulo o justificación, cada vez que compartimos un almuerzo y yo volvía a llamar a la camarera. A medida que avanzaba el proyecto, sin embargo, fui abandonando las preocupaciones protocolares referidas a si correspondía mandarse una mousse de chocolate en medio del trabajo. Gauvry no juzga: deja que hagas, que explores, que investigues. Y que te zampes una mousse si en eso encontrás inspiración o sosiego. Nunca habla de más pero tampoco deja de decir lo necesario y sabe cómo convertirse en esa presencia silenciosa y atenta que satisface las necesidades que cada momento trae. Entiendo que muchos artistas hayan encontrado en él amparo y estímulo. Si Marta es la madre por antonomasia, Gustavo es el padre: él trae la ley, el orden, el límite, la organización, pero no para constreñirte sino para que tu libertad se ordene en favor de tu arte.
El Indio, en cambio, rige su vida por el principio del placer. Lo confesó en la sobremesa, mientras tomábamos café. Habíamos quedado de nuevo solos, Gustavo, él y yo. Lo dijo e inmediatamente se retrajo, temeroso de no ser comprendido. Lo mismo le pasó cuando se refirió al potencial que tienen las drogas para ampliar el espectro de la conciencia. Quizás temió que tradujera su pensamiento en los términos de una apología generalizada de la droga. Recordó, con tristeza, a sus amigos muertos, y volvió a referirse a lo delicado del tema. Como todo lo que hablamos en la mesa y después, queda al margen, obviamente, de la entrevista oficial (de hecho durante su transcurso el Indio se refirió al almuerzo como a una oportunidad para hablar de “bueyes perdidos” y distenderse) quiero preservar, hasta cierto punto, lo que puede constituir la intimidad de alguien que tiene una faceta muy pública. Pero no puedo llevar mi cautela y mi ética hasta el punto de silenciar un momento de profunda belleza. Antes, junto a la consola del estudio, le había preguntado cuál era el tesoro de los inocentes. El Indio opinó que eso estaba dicho en el tema que da nombre al álbum y que además, las letras no podían explicarse. No obstante, de un modo elíptico y sin proponérselo, respondería algo más.
Estábamos sentados en el quincho junto a una bodega con forma de guitarra cargada de botellas vacías. Hablábamos, finalmente, de bueyes perdidos. Hay una vida vivible, parecía decirme el Indio, o me dijo. La luz de la tarde era lechosa y cada vez más tibia. Hay una vida vivible, pero es incomunicable. No puedo encomillar la afirmación precedente porque lo más probable es que no pertenezca a nadie. ¿Lo dijo él? ¿Es lo que yo entendí de lo que él dijo? ¿Es el resultado de lo que, por el contrario, no entendí? Tal vez no importa. A veces la conciencia tiene sus intersecciones y no es una. Es participativa.
Desvié la mirada hacia los papiros, que se movían detrás del vidrio compartimentado. Cuando volví, encontré ese tesoro. El precario equilibrio había virado a un grado tal de tensión interna, que hacía imposible su supervivencia. Hubo cierto temblor en su barbilla y se le desacomodó un poco la forma de la boca cuando pidió perdón por esas lágrimas, tan inopinadas como la lluvia del día. Después, mirando hacia la ventana, se sacó los lentes. Yo me había preguntado cómo serían sus ojos, porque nunca los había visto. Al girar de nuevo su cara hacia mí, observé no un color sino una transparencia o, como ese cuento de Lovecraft (un autor a quien el Indio había mencionado durante la entrevista), “el color que cayó del cielo”. Había ahí un despojo demasiado grande, demasiada luz para que algo tan trivial como una curiosidad de escritora, me dejara varada en ellos por más de un segundo. Miré el mantel de la mesa, las ensaladeras, las tacitas de café. Empecé a arrugar un sobre de edulcorante: lo enrollaba y lo desenrollaba. Por lo general, uno no tiene ojos para ver la belleza. El Indio volvió a disculparse. Después de todo, es un señor tan amable. Pero el tesoro ya estaba expuesto en su absoluta inocencia. Y yo seguía viendo aunque no quisiera y me empeñara en desdoblar el sobrecito de Hileret. “Estas lágrimas son en autodefensa” siguió diciendo el hombre que se había puesto a llorar por la ignorancia del género humano y por la ausencia de sus congéneres. Como si llorar en defensa de algún otro lo tornara todavía más frágil. Después se recompuso, seguimos hablando. Pero la pátina de porcelana que tenía la tarde, se había resquebrajado. El vino se había derramado de las copas, el mantel ahora sangraba. Era tan agradable, no obstante, simplemente estar junto a ese río rojo de la vida que corre.
Cuando lo llevamos a su casa, no supe cómo decirle adiós. El hombre que se había calificado de “añoso” varias veces en el transcurso de la tarde, saltó del auto con la liviandad de una liebre. Gus declinó su ofrecimiento de pasar a tomar algo pero cuando lo invitó a salir de pesca con Bruno algún día, el Indio esgrimió un montón de sinrazones que de nuevo lo sumergían en las brumas de una orilla lejana, inaccesible a nuestros afanes. Había sido terriblemente nuestro por unas cuantas horas. No podíamos pedir más.
Me pasé al asiento de adelante y anduvimos un rato en silencio por las calles circulares, arboladas y recónditas del Parque. Se hubiera dicho que nos habíamos perdido pero no: nadie se pierde con Gus.
Personalmente, en esa hora crepuscular me envolvía un sentimiento de incomunicable orfandad.
Las anécdotas silenciadas
-A partir de la grabación de Bang Bang, Los Redondos inician una relación con el estudio y con Gustavo que tiene una continuidad de aproximadamente diez años. ¿Recordás alguna anécdota de esa época, de esos años en los que grabaron acá?
-Uno de los motivos por los cuales uno venía acá, como te dije, era para alejarse del dealer y, generalmente, es la relación dealer-músico lo que genera las anécdotas o propicia que los músicos estén hasta las manos y se suban al tanque y toquen la guitarra a las tres de la mañana y hagan cagadas. Algún exceso habrá habido pero, en definitiva, ese tipo de anecdotario se hace muy difícil porque en general veníamos a laburar y a pasarla bien: tomábamos mate, comíamos asados, estábamos en la pileta, manteníamos largas y amenas conversaciones, y trabajábamos. Yo lo he pasado muy bien acá. Pero no recuerdo cosas que tengan el suficiente condimento de exaltación o de zozobra. Tampoco soy el mejor ni el más memorioso, la verdad. Lo mío llega hasta hoy a la mañana.
-O sea que desde tu perspectiva, la larga temporada de Los Redondos en este lugar, fue muy tranquila.
-Y, quizás no. Lo que pasa es que, en serio, cuando yo digo que la memoria no es mi fuerte, es verdad, porque cuando uno tiene los años que tiene y está activo, cada tanto tiene que sellar el input y limpiar un poco, defragmentar el disco porque si no, hay un montón de boludeces que no dejan entrar lo nuevo. Cuando sos joven no hay problema. Cuando estás grande tenés que olvidar cosas del pasado, si no las “anécdotas” terminan siendo como mochilas que todos los días abrís el mueble y bum, se te caen, bum, se te caen. Afortunadamente la memoria obra con sabiduría: va borrando…
-Lo que no necesita para seguir viviendo el presente.
-A veces borra todo -el Indio se ríe-. A veces borra cosas que hubiese sido bueno mantener presentes, viste cómo es la memoria. El delete. A veces uno mete más de un dedo y…
-Pero tan mal no la pasaste en el submarino -le dice Gustavo. Yo trato de adivinar lo que subyace a esa frase, una relación recóndita quizás entre lo que se elige no contar y lo malo.
-No, no. Claro, era un submarino porque no sabías cómo salir de acá. Pero he conocido submarinos peores: el de casa, es peor.
-¿Por qué terminaste mudándote a Parque Leloir? -le pregunto.
-Porque la pasé tan bien. Más de una vez le transmití a Gustavo esta cosa de lo lindo que es tener la posibilidad de vivir en un lugar así, donde tenés tu casa y tu estudio. En esos momentos en los que uno era muy urbano, encontrar un lugar donde podías levantarte a la mañana y ver el sol, escuchar los pajaritos, matear, resultó muy tentador. Además, por supuesto, de esto que hablábamos al principio: poder estar concentrados en el trabajo y generar una unidad mayor entre los músicos. Y bueno, en un momento yo me fui a Dominicana a pasar las vacaciones y con mi compañera volvimos encantados, dispuestos a ir al año siguiente. En noviembre suponte, o diciembre, ya se había terminado el año de Los Redondos, le digo a Virginia: “Estamos al pedo, acá, en Caballito. ¿Por qué no alquilamos una quinta en Parque Leloir, nos vamos todo diciembre y en enero, pum, tocamos para Dominicana?”. Así que vinimos y alquilamos una casa acá cerca. Estábamos tan contentos que nos dio una fiaca de no ir una mierda a Dominicana ni nada. Decidimos quedarnos a pasar las vacaciones acá. O sea que volvimos a alquilar. Y al final la reflexión fue no sólo por qué estoy en Caballito ahora, sino por qué estoy siempre, por qué estamos viviendo en la ciudad si nos gusta esto. Cuando terminó la temporada nos tuvimos que ir de ahí. Entonces alquilamos otra casa porque yo le dije a Virginia: “Si ahora volvemos a Caballito, no vamos a venir a buscar casa ni en pedo”. Así que nos quedamos a vivir acá y aprovechamos para recorrer con la idea de comprarnos una casa. Y dicho y hecho: nos agarró el invierno viendo lugares. Al final encontré este lugar que tiene una hectárea y era ideal porque me permitía en el futuro pensar en construir un estudio.
-¿Cuánto hace que vivís acá?
-Ya como nueve o diez años. Gracias a Dios pude comprar eso porque no estaba la autopista, los valores eran otros. Después, con la autopista, ni hablar porque en veinticinco minutos estás en la Capital. O sea que fue buenísimo. Y se ha transformado en un lugar que me gustaría que fuera definitivo. Me siento muy cómodo y estoy en una etapa de la vida en la que lo único que me interesa es hacer esto que hago -hace un breve silencio y luego repone-: Lo que lamento es la falta de memoria. Seguramente han pasado cosas locas acá, en esas épocas, pero también uno las vivía con mucha normalidad porque eran una atrás de otra.
-A veces ni siquiera pido una anécdota -le digo-. A veces un detalle, una imagen reveladora y para mí otro rincón de la historia Del Cielito queda descubierto.
-Hay gente que es muy buena para eso. Pero yo no me dedico a la generación de anécdotas. Ya bastante carga hay alrededor del Indio Solari como para que uno lo esté adornando con anécdotas mejoradas. Digo, porque también la anécdota es una construcción que con el tiempo se va puliendo, se va cambiando, hasta que se transforma en algo digno de ser contado.
-Ahora que hablamos de esto caigo en la cuenta de que por lo general, cuando hablás, vos transmitís un pensamiento, un modo de ver las cosas, pero no viene acompañado de una ilustración, de un ejemplo, de la narración concreta de un hecho.
-A mí no me interesa la vida de los demás, me interesa la obra. Y en lo que a mí respecta, me interesa el juicio de los demás sobre mi obra, no sobre mi vida. Por eso prefiero no cargarme de anécdotas sobre las cuales después sabés que te van a preguntar todo el tiempo. A mí no me interesa la vida de Pappo fuera de las canciones que hizo. Ni la de Lennon. Yo entiendo que hay gente que necesita promover lo que hace, para mí es genuino, yo no…
-No hacés una crítica.
-Ni hago militancia de mis elecciones. Mis elecciones son cosas que yo necesito para vivir más cómodamente, para disfrutar de la vida, de lo que hago, para poder generar lo que genero. Y trato, en lo posible, de no competir como personaje con mi obra. Prefiero volcar mi anecdotario en canciones.
-Paradójicamente, esa opción por el silencio te ha convertido en un personaje con unas aristas muy marcadas. El Indio Solari como personaje, no está lejos de su obra.
-Si uno no describe quién es y no decide quién es, lo deciden los demás. No te van a dejar afuera del circo. Lo que yo estoy diciendo es que prefiero no ser cómplice de lo que arruina la vida. Mi vida ya bastante es sin decir una mierda. Entonces no me gusta esa competencia. El anecdotario de la cultura rock ha estado favorecido por la posibilidad de hacerlo.
-A ver, ¿cómo es eso?
-Cuando vos estás muy subido a las mantecas de la cultura rock, es fácil tener anécdotas. Lo difícil es tener anécdotas cuando… qué sé yo, cuando laburás en el puerto. Pero cuando vivís en este ambiente de la bohemia, de la noche, siempre tenés cosas para contar. Porque si la cagada no la hiciste vos, la hicieron en la mesa de al lado, te tuviste que agachar lo mismo cuando sonaron los tiros. No le veo el mérito. Y a mí me interesa ameritar las cosas. Cuando yo elogio a alguien es porque elogio algo que me ha provocado esa persona que no me lo provoca el que está en la mesa de al lado. Y eso está en la obra, no está en las cagadas que el tipo se mandó, en las borracheras, drogas y quilombos en los que se metió. Todo el mundo vive situaciones peligrosas, todo el mundo vive situaciones miserables, todo el mundo vive situaciones de reconocimiento. Las mismas cosas que le suceden a la gente, cobran otra magnitud cuando las vive uno porque uno funciona como una caja de resonancia. Yo creo que, en lugar de hacer cagadas para salir en las revistas, hay que esmerarse más y trabajar más en la obra, sobre todo si te transformás en un artista que puede confirmar las cosas que hace desde distintas disciplinas. Porque para eso… en eso se te va la vida.
-Y esto es lo que estás haciendo.
-Claro, se te va la vida en eso: cuando tenés varias empresas, lo que necesitás es tiempo. El tiempo es oro. Realmente en ese momento entendés de qué se trata esto de que el tiempo es oro. No tengo tiempo para hacer todo lo que quiero hacer. Y eso amerita estar relajado en tu vida social. Si estás hecho un quilombo, todavía en la joda y en la bohemia, te quedan muy pocas horas del día para hacer. Y más a esta edad, cuando la resaca ya no te dura hasta las diez de la mañana. Pero volviendo a lo de las anécdotas: hay tipos como Lovecraft, como Julio Verne, que crearon mundos sin nunca haber salido de una habitación. El asunto no es tener anécdotas sino saber cómo presentarlas para que resulten conmovedoras. Hay tipos que da gusto escucharlos contar anécdotas pero no por la anécdota en sí sino por cómo el tipo te la cuenta. Entonces ahí hay arte y eso está bien.
-Esto me recuerda una frase que leí en algún lado: “La organización de la experiencia requiere su paso por la ficción”. Es decir, por más que vos estés escribiendo tu propia autobiografía, al organizarla como un producto estético no va a ser lo que vos viviste. Al menos, no en forma precisa.
-Exacto. Esa es la discusión, lo que me hace estar mal en la relación con los periodistas. Para mí el periodismo es un género de ficción: de movida porque aquel que escribe está en la búsqueda de un estilo reorganizando, como decís vos, reordenando cualquier reportaje. Y a veces, cosas que se entendieron mal para ellos son centrales y parten de ahí para armar toda una pintura sobre tu personalidad.
-Sí, supongo que esa reconstrucción de la entrevista a veces tiene que ver con qué le impactó al entrevistador y dónde puso el acento, con la interpretación que hizo de lo que vos dijiste.
-Lo que dijiste al final puesto al principio, la eliminación de las cosas que ellos creen que no tienen valor y que hacen a la pausa. En el caso mío que soy un tipo, como decís vos, que llevo todo un poco a la abstracción para no hablar de los hechos puntuales, llega un momento que si no ponés las pausas, si no reclamás el tiempo, la cronología de esto mismo que está transcurriendo y sólo recuperás las frases que te parecen ingeniosas y las ponés eliminando los intervalos, parece un tipo que estuviera dando satsang, parece todo muy relajado pero por ahí dije un montón de pelotudeces, fui al baño, voy al baño -se levanta y le pregunta a Gustavo-: ¿Dónde está el baño?
-El baño está en el mismo lugar de siempre -le responde Gus.
Cuando nos quedamos solos en la sala, me pregunta:
-¿Y? ¿Todo bien? ¿Te sentiste cómoda?
Hacía casi tres horas que estábamos hablando.
-Todo bien -le respondo-. Me sentí muy cómoda.
Lo que yo sentía en ese momento no se lo pude decir a Gus. Era algo superlativo. Decir “bien” o “muy cómoda” resultaba anodino, insustancial.
El Indio había hablado. Y lo había hecho, como siempre, con absoluto dominio y holgura. Las palabras eran su medio, su vehículo, aquello de que se revestía y también la materia que lo desnudaba. Pero había algo más. No sólo era un narrador estupendo: también sabía escuchar y aunque parecía tener ideas muy claras y determinadas acerca de prácticamente todo, al estar con él (y justamente en esos intervalos que mencionó, en esas efímeras pausas de la conversación) me di cuenta -él permitió que me diera cuenta- de que su personalidad no es una obra acabada. Ése fue el regalo que me hizo: dejarme entrar.
Infinidad de luciérngas nadaban en la noche perpetua de su búnker. Amparado por esa oscuridad, tendió un brazo hacia mí. Pero no buscaba la connivencia de la sombra para relativizar ese gesto, la invitación a cruzar. La negrura que nos envolvía servía, paradójicamente, para mitigar los terrores. Él resplandecía en ella y secretamente me proponía una danza quieta en el fondo del mar. Ese fondo se había ido tejiendo con los silencios, las pausas, el tono de la voz. No supe que había caído en él hasta que Gus preguntó: “¿te sentiste cómoda?”.
Para responderle tuve que nadar hacia lo alto. Cuando llegué a la superficie, expulsé un chorro de agua y aquellas palabras deslavazadas. Entre Gus y yo se hizo un silencio también marítimo, pero no de comunión sino de naufragio.
-Un gran conversador -resume Gus con la respiración intacta en medio de los maderos y otros despojos que flotan sobre las olas.
-Un gran conversador hace que te resulte más fácil conversar -digo aferrada a un panel de espuma-. ¿Cómo se llama esto?
-Eso se llama difusor 2D -responde, pedagógico, Gus.
-¿Y para qué sirve?
-Para que el sonido, cuando llega ahí, no rebote como si fuera un espejo sino que se difunda.
Las intemperancias del mar me habían dejado de espaldas a Gus. De pronto oí el murmullo sereno, acompasado, de ese agua ondulante sobre la que él dejaba caer sus palabras. Oí la entrega, la dedicación sin estridencias, la presencia indudable y a la vez sutil. Me di vuelta y crucé la sala. Quería agradecerle este sonido que había encontrado y que tenía su sello. Gus se había replegado en su silla. Tenía los hombros levantados y la cabeza como embutida. En tres zancadas vehementes estuve a su lado. Me miró sorprendido. Estaba a punto de decirle cuando oímos la puerta del estudio que se abría.
La Fidelidad A A A Á
El dia de su regreso a los escenarios, después de cuatro años de ausencita, el Indio Solari dice que la fidelidad tiene cierta cuota de perversión.
Pero levanta la vista hacia el pogo más grande del mundo y agradece que todos seamos un poco perversos.
Desde una tribuna alta observo la febril marea humana que ha venido a escuchar la voz áspera y rugiente del último mar. Sobre el escenario llueven luces como latigazos de fuego. No hay cornisas apacibles. El cantante se mueve entre dos imposibilidades: en toda fidelidad hay una renuncia. En toda infidelidad hay una vocación. Si juntamos la vocación y la renuncia tenemos algo así como un monje. Un monje perverso.
Comprimido emre el desfiladero y el mar, el hombre canta. Aprieta la voz y las manos, no es un cantón de alabanza. Tampoco de protesta. Para alabar para protestar, tiene que haber alguien alli: No hay nadie.
Un grito destemplado se cierne sobre el pogo. Patéticas fidelidades ciñen sus manos a la roca y patalean en la nada. Él les muestra la cara del abismo. Ha estado largo tiempo mirándolo.
Con las manos en los bolsillos y un gesto de desaprobación, un hombre de anteojos oscuros y cabeza rapada sufre al del escenario. No se cómo lo ha logrado: a su alrededor no hay nadie. Quisiera acercarme, pero entiendo que está rodeado de fantasmas.
Amores como flechas van cruzando el sueño.
– La fidelidad, para mi, es un grado de perversión que yo practico -afirma el Indio en la tarde lluviosa. No tiene que ver con ningún hecho natural: vivir en pareja es un condicionamiento social. Hoy en día ya no significa mucho, son muy pocos los casos.
– Como dice Woody Allen: “La fidelidad sólo existe en los equipos de audio»- acota Gustavo.
– Todo depende, insisto, de cuál es la mirada que uno necesita -relativia el Indio-. Yo creo mucho en el principio ordenador del placer pero no elijo cosas muy meloneras. Las describo meloneramene pero lo que yo elijo es lo que quiero hacer. Tengo este momento, me están dando las posibilidades de hacerlo…
– La vida en pareja, el matrimonio, ¿riñen con la famosa libertad necesaria al artista o, por el contrario, sirve para contenerlo?
– Yo creo que pasa de todo, pero que pasa de todo en cualquier silla en la que te sientes en el restaurante de la naturaleza. Es muy contrastar el hecho de que salis y todo el mundo te pasa la lengua por la oreja, que sos divino, que sos mas lindo de lo que sos, que sos un capo, que sos inteligente, y en tu casa, el que tiene acceso a tu intimidad, te trata y te respeta tratándote como pelotudo porque dejaste prendido el calefón. Entonces en ese momento no se si es agradable porque no está sustentando tu estado de ánimo que alguien te reconozca como un miserable o como un o como un jodido. Pero por otro lado es el que te preserva de que uno crea que no es ni miserable, ni jodido, ni tiene mal aliento de origen bucal. De origen Bucay. Creo que cada uno tiene que saber lo que es mejor para su vida, para poder hacer lo quiere hacer. Entonces: yo elegí eso -es un attiluto de la seducción que no la nombre, que se refiera a la vida en pareja dejando un enorme espacio innominado, anónimo. Y después, casi como si se excusara-. Lo que pasa es que cuando uno tiene cincuenta y seis, cincuenta y siete años, veinte no son nada, son menos de la mitad de tu vida. Yo creo que cada uno elige. Hay gente que, al contrario, necesita de una especie de caos, de lo que en la psicodelia llamábamos “circo mágico”, el pensamiento lateral. Dejarse conmover por ese circo que presenta desordenadas visiones que el artista después tiene que ordenar si es que va a transformarse en artista. Yo no necesito el circo mágico.
– ¿Ni siquiera en la primera parte de tu vida se dio eso?
– Bueno, yo soy un hombre de la psicodélia. Casualmente, la idea, en ese momento, era un poco apartarse del cinco mágico, no quedar prendido de las visiones sino ir a la profundidad, mas alla del neocortex, al estado del sistema límbico… bueno… estamos hablando de cosas que…
– No, no, es muy interesante la que estás diciendo.
No te frenes Indio, no ahora, cuando estás a punto de saltar donde las palabras no tienen razón de ser. Pero entonces, justamente, ¿cómo hará para trasvasar la enrevista en aquel territorio a estas vasijas sonoras que no alcanzan a apresar ciertos sentidos sin fragmentarlos y convertirlos en otra cosa? ¿Se puede contemplar el océano en un vaso de agua salada? ¿Puede la palabra encadenada distribuir libertades? ¿O la palabra ciega hablar de luz?
-De drogas no me gusta hablar -cierra el Indio.
– -Temés que se te tome por un defensor -arriesgo.
– En definitiva lo soy. Lo que pasa es lo soy de una manera muy particular cuyo discurso depende de una comprension social que no hay. Sobre todo hay en dia, por cómo se usan las drogas.
– Y ademas de las drogas, ¿qué otra cosa te parece que puede ampliar la conciencia más allá del neocortex?
-Mirá: yo me he untado casi todas las mantecas y a mi, en realidad, lo que me ha transformado en un aventurado no han sido las respiraciones yoga ni toda la editorial Kier completa: ha sido la psicodelia. Uno curioseó en todos lados, fue a abrevar en distintos lugares porque era lo que a uno un poco lo conmovia: zafar del estado de las xosas y ver otros caminos, qué otras experiencias no ordinarias, que otro tipo de cosas podía provocar una vida que a uno le resultara mas atractiva para ser vivida. Independientemente de que tenga que ser con una circunstancia cronológica, a mi me tocó la psicodelia como lo más importante. La psicodelia y estar metido en serio en un movimiento cultural, para mi el más importante que ha habido en muchísimo tiempo, que es la cultura rock. Todos los los cambios que se han dado en la sociedad… la gente cree que es una perdedora…. Yo no creo eso.
– Te referis a la cultura rock.
– Si. Si,
– ¿Y por qué «perdedora»?
– Porque muchas de las propuestas originales, como la difusión del poder, la difusión de la riqueza… la cultura rock tenía muchas propuestas políticas
Cuando yo hablo de la cultura rock no estoy hablando del género rock. La cultura rock usa música de fondo y de hilo conductor el rock and roll, sus letras y el discurso de los músicos, las búsquedas que hicieron todos los artistas vinculados con la cultura rock para ampliar el campo de su quehacer, de su imaginación, de su sentibilidad, de sus emociones, de todo eso. Se hicieron un montón de búsquedas qe dieron distntos resultados. Hablábamos de las diferencias entre uno y otro en relación a lo que les pasó en sus experiencias con las drogas: mientras unos murieron o enloquecieron, otros yo creo que son personas mucho más aventureras y fueron mucho más lejos que los psicólogos, por ejemplo, o los psiquiatras.
– ¿Y qué pensas de la cultuira rock hoy? ¿Sigue viva o se aburquesó?
– Yo creo que hay que aceptar que las cosas tienen un tiempo de duración. Bastante duró esa cultura con un cierto imperativo. A tal punto que mucha gente cree hoy en día que gobierna. Yo creo que también es verdad, pero en un estado de decadencia. En los chicos no veo la ambición que teníamos nosotros. La ambición de los chico es pegarla, llegar a ser importantes para ganar dinero y hacer buenos negocios.
– Claro, pero no hay una búsqueda del ser, digamos, a traves del quehacer artístico o musical.
– Yo creo que hoy en día es la música aficial del sistema. No es una música confrontativa ni vanguardista. Sigue representando, aparentemente, las necesidades de mucha gente, pero a los artistas no se les ocurre nada nuevo. Hoy es la industria. Entonoces a uno, que tiene la edad que tiene uno, los revivals permanentes medio que lo fatigan. De ahí que uno un poco más atrevido y hacer un álbum como el anterior en el que trato de incorporar algo diferente para ver si en ese cuenco donde yo mezclo las cosas, me aparece algo que me divierta, que me sea atractivo. Yo invente la frase: “saltando por encima de los decorados del rock”. Para un verdadero rocker, en realidad, lo ideal sería que hubiera una puta novedad permanentemente, no hacerle la venia a una cultura que ya era vieja en el momento que uno empezó.
– Y hoy ¿qué te mantiene fresco, vivo?
– Nada -se rie el Indio-. Fresco, nada. Vivo, si.
– ¿Y qué te mantiene vivo como para seguir creando? Porque en esa incipiente cultura rock había una utopía, unos ideales, una búsqueda…
– En este momento estoy muy metido… siempre tengo para mi que un hijo es uno mismo en un proyecto nuevo.
– Te conmueve la paternidad.
– Si, pero me conmueve en todo sentido. No es una cosa tontolina del papá baboso sino el redescubrimiento de la inocencia, de la ternura algo que yo tenía perdido porque fui tempranamente escéptico.
– ¿Sos un duro? ¿O eras un duro?
– En realidad lo sigo siendo, para los estándares de lo que la gente cree. Yo soy muy melonero. Desgraciadamente, eso hace que no resuenes vivamente con respecto a cualquier estímulo, ¿no?. Insisto, cuando has sido aventurero en los distintos rincones del cerchro, pasan cosas dificiles de transferir, como no sea a través de lo que uno hace. Hay lugares de los que es muy dificil volver. Circunstancias a las que el único que les puede sacar provecho es uno, viendo cómo transferirlas de otra manera. Con respecto a la inocencia, hay un momento donde vos ves realmente qué otras capacidades podría tener la condición humana. Y que se pierden rápidamente, y más cuando el modelo vigente o el perjuicio vigente, o la convención vigente, casi te ordena a apartarte de la esencia. Entonces, bueno, tenerlo ahí a mano… ayuda mucho.
Se refiere a su hijo. Estuve tentada de corregir: “Entonces, tener a mi hijo ahí a mano» o «tener a Bruno ahí a mano». No porque haya al que corregir en lo que dice el otro, sino para que el lector entienda. Pero me contuve porque el Indio no habla así, no personaliza su discuro al punto de hablar de lo suyo («mi hijo, «mi» estudio, “mi” casa, “mi” mujer). Nada de mi ni de mío. A lo sumo: «Tengo para mi”. Y en esos casos, se trata de una idea acerca de algo. Entonces: lo más propio aparece vagamente. Nada de papá tontolín, ¿entendido?
Diez Indiecitos
One little two little the little indians
“A mí no me paso nada más importante, artisticamente, que Los Redondos. En reconocimiento de eso, esta especie de desvanecimiento que tuvo lo que durante años y de maneras muy peculiares (por fuera del mainstream, por fuera de las corporaciones) fue la banda más convocante que hubo en el país, me parece que ameritaba para la gente que soportó esoque ayudó a llevarlo adelante, que pagó su entrada y compró tu disco durante un montón de tiempo, una despedida al menos un poco más amena, más elegante».
«La posibilidad no puede ser eterna. Es como los matrimonios viejos que ya tienen los huevos así, tienen un gran quilombo y se pelean. Bueno, si la reconciliación es a los cuatro meses, está todo bien. Después ya es muy dificil. Primero porque todo el mundo te trata mejor. Todo el mundo cree que vos sos un capo menostu mujer. Esto es lo mismo, Tenemos intimidades que no ayudan en ese sentido. Aparentemente, nos hemos perdido la admiracion necesaria que uno tiene que tener con quien comparte un trabajo asi. Hay un momento en el que, después de muchos años, todo el mundo cree que vo soy un capo, que Skay es un capo, pero los que no terminamos de creerlo somos nosotros que nos vemos con lagañas en el cerebro. En mi caso, lo que me da pena es el hecho de haber tenido un cierre. De cualquier manera, es una cosa que no se puede forzar en el sentido de que para que el cierre esté en buen espíritu, deberiamos lograr suficiente buen espíritu en la intimidad”.
“Independientemente de que he corrido riesgos de todo topo durante muchos años, a mi no me ha pasado de tener que arrepentirme de nada en ningún momento porque, cuando la vida te trata bien, la experiencia que vos hagas siempre la anotás en el haber, nunca en el debe”.
For little five little sixr little indians
«En definitiva, uno es el diseño de miles de necesidades: es más alto de lo que es, es más atractivo de lo que es, es más mas inteligente y más honesto. Hablan de la honestidad mía: ¿de qué están hablando, si no me conocen? Entonces, yo supongo que te transforman en un personaje cuando, casualmente, uno quisiera que los amigos volvieran a recondarte las miserias de las que uno es capaz, los egoismos de los que uno es cap az para poder seguir siendo uno. Pero ese personaje es tan fuerte que todo el mundo prefiere que siga siendo el Indio Solari”.
“Yo tengo para mi que la libertad, el precio que tiene es la soledad.
“Creo en la amistad que está forjada por proyectos en común. Sobre todo en el mundo de hoy, que no es un mundo bucólico y relajado”.
Seven little eight little nive little Indians
“Uno cambia permanentemente”, sobte todo cuando está en juego con la vida. Yo creo que es rico mutar, yo no creo en esas militancias eternas, en una de ver la vida. Creo que estar vivo implica casualmente eso: que hay una modificación permanente de lo que te pasa: físicamente, mentalmente, tienen que pasarte cosas. Siempre hay algo que viste hoy que cambió algún punto de vista, algún carácter de lo que vos haces, algún acento, algo tiene que pasar en estsa vida, no podes seguir pensando lo mismo que a los catorce años”.
“Los años te dan muchas ventajas. Una de las ventajas es que se te vuelca más whisky del que podes tomar. La otra es que perdes la vista y te ves en el espejo como hace cinco años”.
“Uno no tiene que hablar en primera persona nunca porque si no la cagaste Burt Lancaster. Cuando uno habla en primera persona parece que diera consejos y si hay alguien que está perdido en la vida, que no tiene o tiene muy pocos puntos de asidero, es un artista».
Ten little indians boys
“A mi. El tpermino “profesional”, no me gusta. Se gusta más “armador”, “amateur”, porque es el que arma y ama. Y yo hago esto porque lo amo, no por otros motivos. A partir de ahí, yo creo que hanta uno fuerza.. Si está en una encrucijada no elige el camino donde no hay problemas. Yo no esquivo las trampas de la vida. Por más que uno las prevea, me gustan las celadas que la vida me da, los momentos de disgusto. Independientemente de que haya momentos donde uno quiere relax y quiere estar apartado de eso, trato de no evitarlos cuando están muy presentes en el camino, porque en ese momento es donde encuentro la materia de la que estamos hablando. Entonces yo creo que el artista fuerza. Yo creo que muchas de las muertes dramáticas de los artistas, casualmente, es por tensar la cuerda hasta lugares que a veces el espiritu no puede soportar. Nosotros nos dedicamos, insisto, no profesionalmente: amateur. Pero full time a eso: a la sensibilidad, a emocionarnos, a ver qué nos conmueve. Y bueno, ahí estamos jugando siempre con esos términos: amor, muerte, libertad, las distintas pasiones humanas. Nos dedican a eso. Yo me dedico a eso».
-¿A dónde vamos, Indio? ¿De nuevo al Village?
-Y sí -contesta Solari.
-La próxima vez deberíamos instalarnos directamente ahí y nos ahorramos el viaje -opino.
La verdad es que se lo ve contento como un chico. En Buenos Aires no puede ni salir a la calle. Acá, en cambio, no para un minuto, se mete en todas partes. Todo le interesa y es como si no quisiera perder un segundo de libertad.
Hasta ayer, cuando me acompañó a comprar un estuche.
Nos metemos en un negocio de la 5ta Avenida. El vendedor nos habla en español.
-¿Están de vacaciones? -quiere saber.
-Sí, ahora sí. Pero en realidad somos músicos y vinimos a masterizar nuestro disco -responde el Indio.
-¿De qué grupo son? -nos pregunta, curioso.
-No somos conocidos, somos una banda independiente -aclara Solari.
-¿Pero cómo se llaman? -insiste el vendedor-. Aunque estoy acá desde hace varios años, yo también soy argentino. Tal vez los conozca.
-No creo. Estamos en un pequeño sello independiente que es de él -dice el Indio señalándome- y no tenemos promoción internacional, sólo a nivel local. Nuestra banda se llama Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
-¡Los Redondos! -exclama emocionado el vendedor-¡Ya me parecía! Tengo amigos muy fanáticos y todo el ambiente latino de acá los conoce.
-Mirá qué bien -responde Solari.
Y es difícil saber si la noticia lo pone contento o empieza a preocuparse.
